martes, marzo 15, 2005

Malentendido de Mireya

La carta llegaría el martes. Era demasiado arriesgado hablarlo por teléfono. Ahora tenía que desaparecer de la casa de campo sin que nadie le viera y mantenerse ocupado el fin de semana procurando no llamar la atención. Dormiría en el hotel más próximo a la estación del Este y el martes al despertar iría a buscar la misiva y se limitaría a seguir sus instrucciones. –No des un paso en falso –le dijo Alonso en el muelle antes de embarcar – o nos comerán vivos.

Santos paseó por la ciudad inundada de turistas escondido bajo el sombrero de ala ancha y refugiándose de las miradas ajenas levantando levemente el cuello de su gabardina. No habló con nadie salvo para comprar la entrada del cine. A oscuras no le reconocerían. La película le recordó a una que había visto con su padre cuando era niño; la misma trama, la secuencia de la persecución calcada y los ojos profundos del protagonista que juega a ser malo. Pero su padre no estaba y él ya no era él. Algo en su pasado que no quería recordar había cambiado el rumbo de su vida y en el giro de 180 grados había perdido a su familia, a sus amigos y a sí mismo. Estaba flotando en el mundo como una gota de aceite en un vaso de agua. Ya sólo le quedaba la fe en un golpe de suerte que le daría la libertad para empezar otra vez de cero.

Al salir tenía hambre. Se acercó a un puesto de perritos calientes y pidió uno doble con mostaza y un refresco. Volvió a pie al hotel, pidió su llave evitando mirar directamente al recepcionista y subió a su habitación. Alonso había vuelto a elegir la 213. Le resultó extraño que el balcón diera a la calle y que hubiera dos camas en lugar de una, pero no le dio mucha importancia. Alonso era el que daba las órdenes y él quien las acataba. Después de todo, no estaba en condiciones de elegir. Le salvó la vida y se lo debía, pero ya quedaba poco para salir de la jaula y volar lejos de allí para siempre. Esa noche, Santos soñó con pájaros y cielos abiertos.

El domingo lo pasó en el hotel. Puso un cartel de no molestar y no comió más que tres o cuatro chocolatinas del minibar. Estuvo un rato intentando encontrar algo entretenido en televisión pero acabó apagándola y abriendo el libro de Agatha Christie por la página 87. Esa noche no soñó nada.

Al día siguiente se despertó temprano. La luz entraba en la habitación a través de los visillos, y pese a tenerlo terminantemente prohibido, salió al balcón y se fumó un cigarrillo mientras observaba atento las vidas que pasaban ante sus ojos invisibles. Al fin y al cabo, era su último día de trabajo. ¿Por qué tenía que esperar al siguiente para dejar de ocultarse? Deambuló por las calles vacías de lunes con el sol pegado a su espalda y decidió no pensar en el peligro de ser descubierto, pero la cajetilla de tabaco se fue vaciando hasta llenar su cuerpo de humo. Encontró en su camino un parque y tras recorrerlo se sentó en un banco hasta oír las campanas de una iglesia cercana a las ocho de la tarde. Antes de que el sol se perdiera en el horizonte, paró en un supermercado a comprar algo de cenar y regresó al hotel. Metió sus cosas en la mochila, cargó la pistola y la ocultó entre las ropas. Puso el despertador a las nueve, se quitó los zapatos y se echó en la cama vestido. Su descanso fue interrumpido varias veces con pesadillas. En una de ellas, su padre le llamaba desde un lugar desconocido. Primero la voz, luego las manos, y poco a poco lograba ver su cara y una voz que no era la suya pidiéndole que le acompañara, que no necesitaba equipaje, que se diera prisa. Sobresaltado y envuelto en sudores fríos se levantó al baño, se lavó la cara y se miró en el espejo. Creyó ver una nueva arruga cruzándole la frente.

Al sonar la alarma aún estaba despierto. Se calzó y bajó a recepción a preguntar por su correo. No había nada para él. Esperó una hora, dos, tres, y sintió cómo un millón de canas le aclaraban el cabello. A las 3 de la tarde le dijeron que ya no llegaría nada hasta el día siguiente. Le sudaban las manos. Pensó en todos los posibles errores, se hizo todas las preguntas del mundo pero no logró encontrar una respuesta. Al rato vio con asombro la cara de Alonso en la primera página del periódico. Su carta había llegado al hotel más próximo a la estación del Oeste y alguien estaba allí para recogerla, librándole así del deber de empuñar el arma, de la necesidad de huir y de devolverle el favor a un hombre que le salvó de la muerte.