Aburrido de la tosecilla que el motor emitía como única respuesta a sus esfuerzos, Ernest se bajó del coche y supo al momento que se habían perdido. Caminó pesadamente hasta el borde de la carretera y se dejó caer allí, resoplando, sobre el pasto amarillento que tapizaba la llanura como el vello de un animal durmiente. Liz, mientras, se entretenía arrancando con las uñas las bolitas de la tapicería del vetusto automóvil, recostada cómodamente en el asiento de atrás. Ninguno de los dos había visto otro vehículo desde que a primeras horas de la mañana las luces de un camión les deslumbraran de pura falta de costumbre. Llevaban toda la noche viajando a través de lo que parecía una silenciosa llanura estigia con su inabarcable oscuridad y sus presagios. La carretera, a cada momento menos transitable, y los postes de teléfono eran el único testimonio de la mano del hombre en muchas millas a la redonda.
Ernest recordaba la cena austera de la noche anterior con la percepción inquietante y parcial que se tiene de los sueños. Habían preguntado a una lugareña por Camahualpa, y ésta, en vez de responder, había condicionado la indicación a una humilde sobremesa. En la sopa había una mosca debatiéndose boca arriba. Liz dijo: “qué belleza, me recuerda al negativo de una estrella”. Y después, apartando la vista: “¿crees que llegaremos a tiempo para reunirnos con mi marido?” Ernest se dijo que no interpretaría el tono de excesiva seriedad que la mujer había usado, sabiendo que el mismo pensamiento era ya una interpretación, quizá de las peores. “Llegaremos”, le dijo, “Camahualpa no debe estar lejos. Sabes que no te he fallado nunca y no dejaré que ésta sea la primera vez”. De nuevo Ernest creyó ver endurecerse la mirada de Liz y después algo así como una fisura, la forma previa a la lágrima que tiene la luz al colarse por las rendijas de las puertas.
Lo que siguió tuvo que ser un malentendido. Ernest era consciente de sus propias limitaciones con el castellano, pero habría jurado que la hospitalaria mujer entendía las palabras que él había aventurado, bien acompañadas, por si fuera poco, del lenguaje universal de los signos. La mujer había pronunciado Camahualpa varias veces señalando a un punto de la habitación, quizás a un horizonte que se extendía más allá de la pared. Camahualpa, pensó Ernest, o al menos algo muy parecido. Ha tenido que ser un malentendido, se repitió, una maldita palabra, ya ves, y ahora estamos en medio de ninguna parte, sin una gota de gasolina, esperando uno de esos milagros que nunca ocurren.
En cualquier momento Liz saldría del coche y seguiría hablando del capricho de su marido de citarla en Camahualpa tal y como llevaba haciendo todo el viaje. Le volvería a contar la historia con los ojos muy abiertos y perdidos, mordiéndose las uñas y después los dedos, y cada vez que dijera “mi marido” añadiría lo de “bueno, todavía no, solamente prometido, pero vamos a casarnos, nos casaremos allí, en Camahualpa”. Y tras la palabra llegaría la sombra, desplegada entre ellos como una vela o un sudario, y esquivarían sus miradas durante minutos, un tanto confusos por ser la sombra otra interpretación tácita del silencio y de las bodas. Porque te vas casar, Liz, había pensado Ernest. Y luego: os deseo la felicidad eterna, la compenetración, el amor bla bla blá. Lo sé, Ernest, la felicidad allá en Camahualpa, como una palabra extraña en otro idioma, donde espera mi marido, bueno, todavía no, solamente prometido, pero... Quizá mañana, Ernest, mañana en Camahualpa.
Al final Liz no llegó a salir del coche porque fue Ernest quien entró de nuevo. Se miraron en silencio en las pupilas, negativos de las lunas, diría Liz después, al recordarlo. Ríen al pensar que emplearon sabiamente sus horas perdidos en encontrarse. Esta vez, por fortuna, no cometieron errores, ya que hay fronteras en el cuerpo que no admiten malentendidos.