Maripi es, sin lugar a dudas, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar. Exceptuando el estilo indirecto y en consecuencia el tiempo verbal, éstas son las palabras textuales tal cual las dice la psicóloga del centro a la madre de Maripi, una vez que se ha sentado al borde de la silla como preparándose para echar a correr.
Mucho decir, continúa la psicóloga, pues su hija está en preescolar, y como bien sabe en este colegio los niños permanecen hasta que ya no son tan niños, ¿me entiende? Sin embargo puedo reiterar sin miedo a equivocarme que Maripi es, con mucho, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar.
Se lo debe al padre, ha replicado ella, tan segura de lo que acaba de decir como de que el cielo es azul en los días soleados (si hay tormenta todo cambia, piensa, y por eso las verdades son tan relativas). En efecto, él ha introducido a Maripi en Terria, un mundo paralelo del que a veces se la excluye con toda su razón y sus prejuicios, lastres, según ha aprendido a decir Maripi como un pequeño loro rubio, demasiado pesados para el descenso a esos lugares secretos. Terria es el juego, el mundo donde Maripi y papá se refugian cuando los forasteros ponen caras de extrañeza, y siempre las ponen, pues Terria es magia y la magia si algo hace es extrañar.
Para volver a lo prosaico, como la imaginación y la psicología, nos valdremos de hechos que ilustran mejor el acogedor paraíso. En Terria, por ejemplo, Maripi guarda una chispa verde de fuego artificial que su padre ha capturado en la verbena del pueblo. La mantienen a todas horas cerca de una vela, pues afirman que sin esos fuegos trémulos las chispas mueren lentamente de melancolía. A veces la oyen chisporrotear, como cuando el maíz empieza a florecer en palomitas (las flores del maíz, otro invento de Terria), y dicen entonces que su chispa está contenta.
En Terria Maripi planta hilos en las macetas. Después los riega con esmero, los saca de vez en cuando a la ventana cuidando que el sol no caiga a plomo sobre ellos (resultaría nocivo), y les dice al oído palabras dulces, en ocasiones tarareos. Sin saber cómo, el hilo va creciendo, imperceptiblemente al principio, al final con toda claridad. Detrás del hilo, bien atado, empieza a asomar siempre un objeto: una pequeña caja de música, un estuche de rotuladores, una piedra con motas verdes. El padre explica a Maripi, al anochecer y entre las sábanas, que es así como nacen todas las cosas bonitas. La madre sospecha que es él quien prepara de madrugada los engaños, pero nunca le ha visto levantarse de la cama por más que pasa sobre él el brazo antes de dormirse.
En Terria, del mismo modo, hay dos tipos de seres vivos: los móviles y los inmóviles. Si se quiere descubrir a qué categoría pertenece un cuerpo dado, basta aplicar la sencilla “prueba de la aceituna”. Esto lo explica el padre y Maripi atiende con los ojos muy abiertos, a veces estornuda. Algún día, Maripi, te dirán que las piedras no están vivas, y tú deberás decir que sí con la cabeza porque ellos no conocen nuestros secretos. La vida nos rodea, hija, esta mesa está viva, por mucho que los maestrillos confundan vida con movimiento. En estos casos, ¿qué tenemos? La prueba de la aceituna, papá, dice Maripi. Receta: toma un palillo y pincha una aceituna. Si ésta tiene hueso, es decir, pertenece a la vida móvil, tratará de escapar del plato. Las aceitunas sin hueso, en cambio, pueden ser incluidas en el otro grupo, pues se prestan más dócilmente al pinchazo del palillo. Nunca pienses que no les duele porque no puedan huir como sus hermanas. En consecuencia, nunca comas aceitunas sin hueso. Maripi, chica inapropiadamente lista a sus cinco años, ha aprendido a extender esta prueba al resto de los objetos.
Maripi ha entrado temprano a casa de jugar en el jardín. Su madre está muy preocupada por ella: no ha hecho ningún comentario extraño desde la visita al hospital en el que duerme, quizá para siempre, su padre. Los coches también derrapan en Terria. La ve sonreír y se pregunta qué pasa en cada momento por su cabeza. La ve mirar con sus ojos enormes, como una lechuza rubia, igual que la vio mirar desde una rendija de la puerta mientras el médico hablaba con ella. Cuántas palabras habrá escuchado, se pregunta, quizá “coma” y “nunca” tan cerca de “despertar” o de esa otra tan tajantemente fría: “irreversible”. Quizás incluso “muerte”, si estuvo ahí lo suficiente, observando desde el principio. Después se había vuelto al lado de su padre, sentada en un taburete con las manos reposando sobre las sábanas. Apenas si quedaba al descubierto un pedazo de él entre los tubos, las vendas y los cables.
Chica fuerte, no lloró en ningún momento.
Hoy su madre está preocupada. Maripi ha vuelto, ha cerrado la puerta despacio, como siempre, y ya oye sus pasos de pájaro por el pasillo. Maripi, vamos a ver a papá, que seguro que nos echará de menos. Será la segunda visita, la madre no sabe lo que puede ocurrir. Maripi asiente, se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. Su madre se pregunta qué pasará por su cabeza mientras descuelga del perchero del recibidor un par de abrigos.
En la cocina, Maripi se pone de puntillas y estira los deditos. Al salir por la puerta lleva en su bolsillo, apretados con tanta fuerza que ha roto más de uno, un buen puñado de palillos.