jueves, mayo 19, 2005

No hiere quien quiere... de Borja

Pensó Diana que herir a Lucas sería el lógico ejercicio de unos derechos arduamente adquiridos, casi como quien le tira de las orejas a un perro y después se sienta en el suelo a esperar que vuelva.

El martes cumplirían un año. Lucas había ya deslizado una celebración en el “Luna Nueva”, restaurante chic muy bien situado, con rincones siempre dispuestos entre cuatro velas. Blandían los camareros arcos brillantes de violín, exquisitos polivalentes que engolaban la voz al decir, con gran ceremonial y caída lánguida de párpados, la palabra “caballero”.

También por eso quería herirle, o no, pero igual daba. Quizá sólo existiera un verdadero motivo que, como tantas otras grandes cosas, le era vedado; el caso es que no era el porqué lo que le quitaba el sueño, sino el cómo y sus variantes infinitas.

Desconoce el momento en que la idea se coló en su mente, pero seguramente fue algo repentino: cuando quiso darse cuenta se sonreía con delectación, anticipadamente. Ignoraba, a buen seguro, lo mucho que le iba a costar encontrar los medios.

Un pensamiento aislado en la ducha se convirtió en la compañía de sus trayectos por el metro. Después acudió a posarse a su lado de la almohada, llenando de un runrún interminable lo que antes fuera borra mullida. Diana acababa enfurecida, y no le faltaba razón; como si fueran a participar en uno de esos programas por parejas de la tele, dedicaba horas enteras a elaborar minuciosos listados de las cosas que conocía de él. Descubría con desazón que, un año después, sus listas contenían exclusivamente anécdotas de muy poco calado que Lucas habría contado también al resto de sus conocidos. Más de una vez intentó reproducir aquellas noches en que ambos iban sumergiéndose en el amor, y las “sobrecamas”, los largos periodos que venían después del sexo como hamacas colgadas en las playas del Caribe, donde confiar palabras era otra manera de acariciarse mientras el cuerpo iba despertando a la sangre y los humores de nuevo. Y nada, no había nada; poco más de un gusto desmedido por los guisantes, las películas de vaqueros y los tebeos de Tintín; poco más que aquella vez que derramó, trabajando de camarero, un batido de fresa en la falda de una chica bien, o aquella otra en que su madre le encontró borracho llegando a las seis de la mañana. Un anecdotario infantil y poco íntimo. Los gustos con que rellenaría un cuestionario típico de “¿Cómo eres?”, por salir del paso. Ni una sola confesión, un mal trapo sucio con el que Diana pudiera saltarle las lágrimas a ese pobre diablo. Que Lucas no era impenetrable bien lo sabía ella, y eso, por encima de todo, es lo que le robaba cada noche el sueño.

Pero como no hay fracaso para quien persevera, la iluminación le llegó a Diana como el destello proverbial del que se habla tantas veces. Una vez encontrado el medio, llevarlo a la práctica sería coser y cantar. Durante dos días actuó con naturalidad, esperando a que las circunstancias confluyeran a su favor. Era algo que podía permitirse, por supuesto, toda vez que el calvario previo quedaba absolutamente superado. Volvió la delectación a su sonrisa, y supo que los astros se alineaban cuando Lucas le dijo que esa noche sus padres la pasaban fuera.

A la cita acudió con su ropa de gala. Sobre los pantalones ceñidos asomaba la fina línea horizontal del tanga marcando una peligrosa frontera. Desaparecía en lugares recónditos que pronto Lucas se encontró desabotonando, antes incluso de hacer la cena. De hecho, el uso del “antes” pronto se volvió injustificado, pues ambos sabían que no habría más cena que la que arde, ahora que habían dado comienzo los preparativos.

La noche se le fue a Lucas en un suspiro. En algún momento se quedó dormido y sólo al alba, al levantarse bamboleante camino del cuarto de baño, encontró algo que no estaba del todo en su sitio. Tras una primera punzada se vio obligado a inspeccionar en detalle, tanto por encima como por debajo, hasta dar con la razón. Desde la cama Diana se reía por lo bajo, disfrutando de su victoria.

Lucas volvió a la cama tropezando, con las piernas un poco abiertas. Al sentarse en el colchón vio como Diana se desperezaba con parsimonia, haciéndose un poco la dormida. Se sintió sumamente alegre cuando Lucas puso la mano sobre su brazo y muy bajito dijo: “Diana, cariño, la próxima vez que me hagas una paja ten un poco de cuidado: me haces mucho daño cuando no te quitas los anillos”.

Mira con tus ojos de Javi

La historia ocurre dentro de un túnel. En la radio se escuchan interferencias hasta que el personaje sintoniza en una emisora de radio una canción de Los Ilegales. La canción parece instrumental, pero de pronto se escucha la voz seca de Jorge Martínez diciendo «Olvida el radiotelescopio y mira con tus ojos. Astros y cuerpos celestes son sólo un engaño. Despierta en el planeta diario. La luna y las estrellas nunca han existido. Sólo son supersticiones de poetas y astronautas. Despierta en el planeta diario». El amor es un arco de tiempo y espacio en el que nuestro cuerpo se estremece de sensaciones químicas que no dominamos. El personaje piensa, pero no sabemos en qué. Dentro del túnel sólo podemos distinguir la oscuridad dominante. El dolor se acerca por diferentes caminos, como un lobo hambriento rodeado por rosas que se le clavan. Las espinas traspasan su piel y una gota de sangre perla su lomo salvaje. Se revuelve y lo único que logra es aumentar la punzada de sufrimiento. Que la intensidad se ablanda con el tiempo es algo conocido, un viejo teorema clásico de otras épocas con otras intenciones. Dejamos a nuestro personaje dentro del túnel, tal vez no consiga salir nunca de la maraña que la sociedad le ha tejido.

Un ordenador se convierte en la forma de comunicarse entre dos puntos tan distantes como cercanos. Se rasgan las palabras, perdiendo el significado en cada lance. Suena un móvil para decir que una noche más alguien llegará tarde a cenar. Espadas que cercenan vidas. Escudos que protegen pechos desnudos. Nadie puede amar a nadie sin perder su propia identidad: escudos y espadas, triunfos frente a derrotas, culpables e inocentes. El único veredicto para un juez sensato es siempre la culpabilidad del reo. Sesenta años en una cárcel para recapacitar sobre la culpa, la sentencia asumida. Con el lobo herido cabalga la muerte. Sus fauces afiladas suplen la guadaña que la mitología ata a sus manos. Mientras, la espera se queda dormida como una niña agotada que ha pasado el día correteando por el campo.

El joven del ascensor perfila una línea curva sobre el espejo con sus dedos. La grasa cotidiana que hay en ellos dibuja el trazo mientras rechina el cristal. Zumba sobre su cabeza alcoholizada el fluorescente. La luz, sin embargo, es continua. Abre los labios: «Sólo soy un desertor». Pasados dos segundos repite la frase, pero ahora dibuja la línea curva desde arriba hacia abajo. Se ríe en sordina, mientras se mira al espejo. Se despeina un poco más, hasta que su pelo se alborota y encresta. «Sólo soy un desertor».

La lucha en la oficina le agota a diario. No es una impresión es un dato contrastable, todos le hemos oído alguna vez decirlo, o le hemos visto dormirse sobre su mesa después de comer. Los sábados no le ocurre. Es el primero en levantarse. Prepara un desayuno diferente para su mujer y sus dos hijas. Luego, si es primavera, se las lleva al zoológico, de paseo o a descubrir de nuevo el jardín botánico. En invierno los lugares cambian: el cine matinal del sindicato, las librerías de viejo para encontrar un tesoro o cualquier otro territorio –ajeno o propio- que se le ocurra. Dicen que la imaginación es infinita.

Una noche más termina mi programa. Las ondas de esta radio –tu radio- nos han permitido mantener esta comunicación un tanto postmoderna, pues yo estoy sentado en la terraza de mi casa con un vaso de güisqui mirando el negro túnel que nos toca vivir y hablando por un teléfono que supongo conectado a un ordenador de una red infinita y tú te encuentras a miles de kilómetros, en el cálido atardecer de La Patagonia que compartimos hace quince años. Un beso, una caricia y todo el amor que nos faltó. «Olvida el radiotelescopio y mira con tus ojos. Astros y cuerpos celestes son sólo un engaño. Despierta en el planeta diario. La luna y las estrellas nunca han existido. Sólo son supersticiones de poetas y astronautas. Despierta en el planeta diario».

Al maestro Quintero.

lunes, mayo 09, 2005

Tres vagones de Mireya

Una señora de sesenta y tantos años, perfumada como si quisiera ocultar el hedor de la muerte, escoge asiento en el primer vagón. Cruza las piernas como una presentadora de televisión y se retoca el peinado mirándose en el cristal de enfrente. Ha tardado casi media hora en colocarse la peluca esta mañana, pero todavía no le convence la posición de las horquillas laterales. El hombre que está a su lado puede contar en la oscuridad de la ventanilla las capas de maquillaje que se apilan sobre su rostro. Ni un lienzo barroco esconde tantas arrugas. Se le antoja un payaso triste con coloretes que suplen alegrías. Porque la mujer no sonríe –tétrico sería que lo hiciera. Hay un niño en brazos de su madre que no se atreve a mirarla, y una estudiante de bellas artes que la observa atentamente desde arriba mientras esboza en un cuaderno lo que será sin duda su trabajo para la asignatura de retrato.

Va a bajar en la cuarta estación. En el vagón, repleto de pasajeros, no caben todos los que esperan fuera, y con el forcejeo de los cuerpos previo al pitido, alguien le pisa el pie derecho partiéndole el tacón del zapato. Ella chilla con voz de hiena e intenta encontrar al culpable con los ojos envueltos en pestañas postizas. La visita de anteayer al podólogo le ha salido cara. Cojeando, echa una última mirada hacia atrás, que se queda clavada en un hombre que sonríe en el segundo vagón.

El tren prosigue su marcha. El hombre se sonríe al recordar algo que le pasó hace tiempo. No le incomoda que el monstruo en afeite fije la vista en él desde el andén, porque acaba de alcanzar lo más parecido a lo que su psicoanalista llama felicidad. Hasta hoy vagaba por el mundo como una hoja al caer de un árbol, dejándose llevar por el viento azaroso y sin importarle tocar el suelo, pero el sillón de la consulta y las pastillas para dormir le han hecho esconder su pasado en el cajón de la cómoda, y hoy ha soñado por fin, después de tantas noches en blanco y negro. Se ha levantado de un salto un minuto antes de que sonara el despertador y ha tirado a la basura todos los medicamentos que ocupaban la mesa camilla.

En la séptima estación, cuando el hombre que sonríe se prepara para salir, un adolescente apresurado le pisa con sus zapatillas mastodónticas de la talla 45. No tarda en cambiar su sonrisa por una mueca de dolor, pero prefiere no discutir y encamina sus pasos hacia las escaleras mecánicas.

Antes de subir a la superficie alcanza a ver a una joven que se adentra en el tercer vagón. Ya está acostumbrada a que no haya sitio para sentarse y a tener que ir de pie hasta el final del trayecto. Está harta de su vida de uniforme azul, de que su sueldo no sea justo, de tener las manos ásperas, de madrugar tanto para regresar a casa a las nueve, de comer todos los días lo mismo, de no tener coche, de perder casi tres horas en ir y volver del trabajo, de salir del piso triste y volver cansada para hacer la cena que luego no probará porque se le ha quitado el apetito, de no tener tiempo para jugar con sus hijos, de discutir con su marido por tonterías, de tener que limpiar cada noche los zapatos porque le han pisado en el metro.

A la línea le sigue el punto final y la chaqueta azul se pierde entre la multitud como un globo que desaparece tras las nubes.

martes, mayo 03, 2005

Dentro del metro de Javi

Dos vagones por delante puedo reconstruir el estado de ánimo del hombre de barba blanca que mira con resentimiento los rostros de las personas que van sentadas. Es un cierto punto de egoísmo el que le pica el corazón y agrieta los ojos con surcos rojos. Mira a dos sudamericanos mientras aprieta el puño de su bastón. A la vez que les escucha reírse siente que una rugosidad en la talla le rasguña la palma de la mano. Cree firmemente que esos hombres le roban el pan de sus nietos; acongojado por la falta de futuro resopla. Cambia la dirección de la mirada para cruzarse con una adolescente, se enfrenta con unos ojos desafiantes, capaces de todo el descaro. Mira y remira sus coletas, trenzadas seguramente con parsimonia de una segunda tarea, al ver la televisión en casa. Su madre grita porque el padre no está nunca, el dinero no les alcanza y quién sabe con quién se acuesta la niña. Se pone en lo peor, pero está lejos de acertar; no es el drogadicto pandillero que se imagina, sino un hombre hecho y derecho, mayor incluso que su marido, que trabaja en un banco como cajero. Se conocieron en el metro, entre el bullicio repleto de un vagón; las manos que se rozaron, la caricia que se prolongó... un hotel al final de cualquier calle al salir por la boca de una estación; la proposición ridícula que se suspende en aire. Se prolonga la charla y se ajustan las condiciones, sexo intercambiado por dinero todas las semanas, hasta que uno de los dos se canse... Después vuelve a casa, al tedio diario de cada tarde. Algunas son más largas que otras aunque estén cosidas con el mismo número de horas sentada en un silla pasando páginas de un libro de texto. Esas tardes de aburrimiento su cabeza se evade lo más lejos que puede; llegan hasta el alfeizar de la ventana de enfrente, a la habitación del hotel, a la discoteca con la pandilla entre cubatas de libertad y utopías... -nunca sale del barrio, ni siquiera recuerda un pequeño paisaje de montaña de la excursión de hace dos meses; tomó un par de fotografías porque dijo que era la vista más hermosa del mundo: una puesta de sol que llenaba el cielo de la garganta del río de tonos anaranjados, luego rojizos y finalmente el negro de la noche ya ganadora-.

Al hombre de barba blanca se le escapa esta historia y todas las demás que van flotando en los vagones, en esas caras cansinas y ensimismadas que vienen o van, que se cruzan como en una procesión de la Santa Compaña. Los dos sudamericanos se bajan en la siguiente parada, llegarán a una casa que comparten con otras ocho familias. Marcos y Miguel se llaman -porque tienen nombre-. Hoy están felices, esta mañana su hermana Macarena ha salido del hospital; al llegar a casa se volverán a abrazar porque todas las penas habrán pasado. En su vientre estarán presentes las tres cuchilladas que recibió. Un hombre se cruzó en la calle, la insultó y la atravesó. Perdió mucha sangre, nadie avisaba a una ambulancia: la caridad no es una virtud en su barrio. Miguel la mirara y le dirá «parece que ya estás bien, algo más flaca tal vez». Les mirará con su sonrisa dulce mientras pone la mesa con algo especial para la cena, ha comprado un par de mangos en la frutería, dice que quiere morderlos y dejar caer su jugo por las comisuras de los labios, como cuando era niña en la República Dominicana. Huyó del hambre, con una inocencia infinita dentro de la maleta por único equipaje. Al llegar hacía frío, luego el tiempo le demostró los errores y los aciertos, lo que fue y lo que ya no será.

El hombre de barba blanca se apresura para que uno de los dos asientos libres sean suyos, necesita el descanso para tan largo camino que ha emprendido, aunque éste sea el de todos los días. En su ímpetu empuja a un muchacho que no dice nada, la costumbre, ni siquiera levanta la vista de la novela que está leyendo, y pierde unos segundos cruciales que son aprovechados por un ejecutivo impecable y un somnoliento hombre con mono de trabajo para apoderarse de los huecos. Piensa en que no queda educación, pero la única verdad es que lo que falta son asientos. Su mal carácter se acrecienta; todo porque un niño pequeño se ha revuelto para escapar de su madre y le ha pisado. Esta vez no se reprime:

- Pequeño monstruo hijo de puta.

Se hace el silencio en el vagón. Un segundo nada más, luego cada uno vuelve a su vida, mientras la madre le clava su mirada con todo el odio del mundo.

lunes, mayo 02, 2005

Ópera de Borja

-El mal carácter que me sale cuando me pisan en el metro no tiene nada que ver contigo- dijo.

Una gran vena partía su frente en dos. Por las cuencas del este y del oeste discurría su sudor, espejándolo todo como si fueran diminutos caracoles. Algunos convergían después formando el cauce principal del talud de su frente, cortada a pico tras de las cejas precisas, hasta desembocar en dos ojos que a su vez desembocaban en otro lugar indefinido. Al respirar hacía deliberadamente ese ruido de toro bravo que ella había llegado a conocer tan bien.

Estaba segura de que todo el vagón estaba ya pendiente de ellos a esas alturas. Un chico había bajado el volumen de su reproductor para no perderse el desenlace. La señora de ojillos porcinos era un presencia constante en el reflejo de la puerta, como una estatua trémula, indirecta e impune. Los había visto a todos.

-Tampoco tiene que ver con el maldito pisotón, ¿no lo entiendes? Tiene que ver con esta vida de mierda, con estas estaciones y estos trabajos, Carabanchel, Buenavista, Opañel, y toda esta puta gente subiendo como borregos al camión de la matanza (dulce y lenta matanza, cariño).

El chico que le había pisado le miró como si tuviera la rabia (él, no el chico). Parecía evaluar sus propias posibilidades por si al final decidía que ya era suficiente. Un señor mayor, sentado en una esquina, comenzaba a murmurar acerca de la droga y sus derivados. El llanto de un niño trajo presagios lejanos, como los cuervos.

Ella le miraba reconociendo en él alguna figura remota (su padre pasado de vueltas y claretes y de calles que se le volvían a todas horas lo mismo). Él peroraba firmemente sujeto de una barra que parecía el cayado sin nudos del nuevo profeta. A falta de milagros convertía en serpientes sus propios dedos, y luego en ramas de olivo, y luego en... –Es esta vida lo que me pone de los nervios. Es la certeza de que nos detendremos en treinta segundos dejando un solo parámetro a la aventura: ¿quién coño se subirá hoy a pedir? Y tú mientras me miras como si hubieras calentado demasiado el café o como si hubiera encogido mi camisa favorita. No entiendes nada.

Pero lo cierto es que ella entendía. ¿Qué otra cosa podía ser aquello (el picor de la bilis en su garganta, las uñas blancas de tanta presión, la línea de sangre en la comisura de sus labios) sino entendimiento y derrota? Sintió el rumor que producen las lágrimas cuando caen hacia adentro.

Alguien silbó con fuerza. Alguien, otro alguien distinto (pero igual), dijo a ver si te callas de una vez borracho de los huevos. Se oyó un inapropiado bostezo.

El tren se detuvo resoplando. Al niño le asustaron los chirridos y lloró de nuevo. Volvieron a pisar al hombre al abrirse las puertas, por lo que dio un grito. Todos pisaban a todos y en realidad nadie excepto él se daba cuenta.

De pronto ella se coló por entre la gente siguiendo un impulso tan primario como el de los pies-pezuña que invadían las vecindades constantes como una ola. Sus pechos pequeños recorrieron minuciosamente el codo de un estudiante, la espalda de un hombrón firme como una columna y el borde sucio de las puertas. Al sonar el pitido que anunciaba la salida del tren miró sobre su hombro justo a tiempo de ver como él abandonaba el vagón entre empellones, algo más cojo que antes sin su cayado, pero con los pies libres. Desde dentro le despidieron con insultos y zancadillas, a partes iguales.

Corrió tras ella viéndola aparecer y desaparecer por entre la amalgama fluida de la gente. Subieron dos tramos de escaleras, y esquinas doblaron otras tantas. Él gritaba desesperado su nombre. Pasaron lanzados a la carrera bajo un cartel que rezaba muy apropiadamente “Ópera”.

Muy apropiadamente “Ópera” porque al llegar al andén la realidad estalló como en un desenlace de Wagner. Un nuevo tren va a realizar su entrada en la estación. No saltes. Él avanzaba con la mano extendida y muy lentamente, como si se acercara a un perro.

Fuera del tren está la vida, pensó ella. Algo bufaba a su izquierda, algo grande, rítmico. Alzó una última vez los ojos al cielo (debe ser un acto reflejo). Vio un techo. Vio un túnel.

martes, abril 26, 2005

Mal carácter de Iurdana









Red de Metro de Madrid
Avda. Cuatro Caminos, s/n
28705 Madrid
Armando Bulla Paké
C/ Nubla,2 9ºB
28600 Madrid
 Madrid, a 27 de Abril de 2005

Exestimado Comité Directivo del Servicio Público de la Red de Metro de Madrid,

Me dirijo a ustedes en relación a un muy fastidioso suceso que se ha venido repitiendo en los últimos meses dentro de su empresa pública; y como tengo entendido que en este tipo de escritos el primer párrafo es una mera presentación del tema, les enuncio el titular “el mal carácter que me entra cuando me pisan en el metro” para pasar a informarles con más detalle, sobre mi enojo e indignación y mi resoluta indemnización.

Desde hace unos meses (en concreto de Enero de 2005 hasta hoy, 27 de Abril de 2005), en la línea cinco (la verde)- la cual por cierto necesita muchas mejoras para llegar a dar la calidad y servicio de su doble (la línea 10)- clientes suyos han violado mi espacio, y por tanto mis derechos como ciudadano de a pie (porque si tuviera coche, desde luego que no utilizaría su pésimo servicio metroviario), llegando a veces hasta pisarme durante más de tres minutos seguidos.

Este hecho ha propiciado mi vuelta al psicoanalista, con todo lo que ello supone: gastos de consulta, utilización masiva de su asqueroso servicio, contacto con sus irrespetuosos clientes, compra mensual de calzado, y un largo etcétera que incluye trastornos psicológicos de recaída y daños físicos como ampollas y juanetes en ambos pies.

Por tanto, y cambiando de párrafo para terminar, les ruego, se pongan en contacto conmigo (o en su defecto con mi abogado Gastón) para tramitar el pago de los honorarios de mi psicóloga, la diferencia económica que supone el cambio de abono trasporte de la zona A a la B (pues la consulta esta en Collado Villalba) y los tickets de compra de todos los pares de zapatos desde Enero hasta Abril.

Por último destacar que estoy bastante indignado y que no saben el cabreo que me entra cuando me pisan mi escaso metro cuadrado personal.

Sin más que añadir, se despide






Armando Bulla Paké
(directivo de una empresa influyente)

viernes, abril 22, 2005

Conejillos de Indias de Mireya

Me acababan de echar de la editorial y en la nevera no quedaba más que medio pimiento verde y unos filetes de pollo cuya fecha de caducidad coincidía curiosamente con la del despido. Sentí al mirar la etiqueta cómo el mundo entero se confabulaba contra mí, y mientras freía los filetes caducados con el despojo del pimiento italiano dejé de pensar más allá de la sartén y del mango y del aceite tantas veces reciclado y conseguí, por primera vez en mucho tiempo, pensar en blanco.

Cuando la comida hubo franqueado todas las puertas previas al estómago introduje la mano izquierda en el bolsillo del pantalón -la derecha sujetaba el cepillo de dientes- y saqué el tesoro para verlo mejor. Un raído billete de 10 euros, dos monedas de un euro, unos cuantos céntimos y el envoltorio de un caramelo sin azúcar era todo lo que tenía, aparte del finiquito y lo que me quisieran dar por el mes escaso de trabajo. Mi vida estaba tan desierta de alicientes como el electrodoméstico que había conservado hasta ese momento lo que habría de ser mi última cena. Cogí las llaves y salí a dar un paseo.

En muchas películas, el protagonista encuentra la solución a sus problemas caminando por una avenida con la suave brisa azotando los sauces mientras suena de fondo una balada noventera cantada por algún hijoputa montado en el dólar. Está de moda la autocomplacencia. Exceptuando que en mi caso los sauces eran farolas, la suave brisa se convertía de pronto en un viento huracanado y en lugar de música se oía de lejos el grito de un tullido suplicando la empatía de los viandantes -dios santo, ¿cómo puede pretender que andemos sin piernas?- yo también encontré el remedio a mis preocupaciones. Ahí estaba, frente a mí, escrutándome con sus ojitos tricolor, deseoso de un silbido o una palmada para emprender la marcha hacia su nuevo amo.

Supe al momento que alguien le había tendido una trampa, y que sin duda era la misma persona que me la había tendido a mí. Si los dos caminos se cruzaban no era por casualidad ni por obra del destino o del espíritu santo. Éramos conejillos de indias, víctimas de una broma pesada cuyo artífice, quisiéramos o no, había decidido la jugada por nosotros. Ahora me tocaba llamarlo, agacharme al verlo llegar y acariciarle el lomo; llevarlo al parque y luego a casa y comprarle un collar y algo de comer.

Lo que la mano negra que había movido nuestras fichas desconocía era que prefería con creces mi nueva vida vagando por las calles en compañía de un perro vagabundo a tener que ver en sueños la sala gris y a mí en su interior ante el texto de algún escritorcillo polaco venido a menos. Lo que tampoco sabía el observador de la madriguera es que los conejos, como demostró Carroll, no tenemos tiempo que perder. Mi lazarillo, cojo, sordo y medio calvo, ganó el primer premio del concurso de canes hambrientos en Sartalejo, Cáceres, bajo la solanera estival hace ya tres años, y desde entonces no nos ha faltado nada. Quizá no llegue nunca el día de volver a cocinar algo pasado de fecha.

miércoles, abril 20, 2005

Jumanji de Iurdana

Familia,

A veces cuando de repente aparezco en un sitio, me pregunto qué coño hago allí, qué fuerza interna o externa me ha impulsado a dejarlo todo y salir corriendo hacia ese lugar, teniendo que empezar mi vida otra vez de cero... con las veces que lo he hecho, ahora siento que en vez de empezar mi vida desde cero, la empiezo desde un millón. Que es lo mismo pero suena como más enriquecedor ¿No?


Confieso que al principio lo disfrutaba porque era impulsiva, pasional, aventurera y llena de energía dispuesta a comerse al mundo por las patas... confirmando así lo que mis colegas Chinos contaban en su horóscopo; de que la mua era serpiente. Y tras analizar, comparar y estudiar los pros y contras de ser reptil, llegué a la conclusión de que podía merecer la pena creerlo. Aunque yo, si he de ser sincera, me veo más de gata que de serpiente, la verdad, y como no me puedo quedar con las ganas de corroborar algo (eso es muy felino...) la duda me hizo volver a desaparecer del lugar en el que me encontraba (un acto rápido, sutil, que confirma mi naturaleza reptil) y me trajo hasta Alicante, donde se me informó que ahora soy rata... ¡Hasta que cumpla setenta y dos años! Y después seré no sé qué... pero no serpiente, ni rata. Para colmo ojeé el programa que decía todo esto y añadía que soy serpiente de año, pero que durante mi concepción fui tigre ( o tigresa, para aquellos que no me conozcan), perra por la hora, gallo por el día (que nací), cerda por el mes y mona de por vida... total que ahora no sé qué creer porque a todo este mejunje se me suma mi propia creencia de que cada uno/a tenemos un tótem, un animal con el cual nos sentimos identificados, y que no tiene nada que ver con esta filosofía oriental. Bueno, a lo mejor sí porque yo fui tigre en la concepción, al comienzo de todo y mi tótem es gata... ambos felinos... bah, no sé.


¿Sabéis qué? Voy a confiar en mi intuición, que raras veces me falla y que no sé de qué naturaleza animal- de tantas- me viene, y me voy a creer que al final somos todos conejos, pero no de los Chinos colegas sino de conejos de Indias y que una fuerza superior, nombrada por mil culturas- ésa que a mí me trae y me lleva a su antojo- juega con nosotros/as como si fuéramos piezas y el mundo un tablero a sus pies. Y que a veces un movimiento depende de nuestro instinto animal y otras... pfff, de una simple tirada de dados. Y por Dios que este Jumanji divino (y no cinematográfico) sea para mejor...


Que así sea.


Ah, por cierto... ¿Puedo pedir comodín del público?

lunes, abril 18, 2005

Una tarde cualquiera de Javi

Una tarde cualquiera se pueden extender los deseos hasta más allá del cercano límite de los dedos; pensar por un momento que son tangibles los sueños. Sólo hay que apostar contra uno mismo para poder ganar y perder a un mismo tiempo.

Una tarde cualquiera, por encima de los tejados, vuelan las palomas. Una de ellas, tal vez la más perezosa, incapaz de subir tan alto, se detiene en el alféizar de una ventana. Revolotea un instante mientras observa una maceta; picotea algunas hojas y al irse deja solo a un hombre frente a una mesa. «Escribo versos de plata» nos diría si pudiésemos escucharle. En realidad es tan solo un idealista que se ha enamorado y que entretiene su tiempo en «componer» lo que no está descompuesto. Arregla el mundo malgastando las palabras. «Luz de mi vida/ que sin ti se escarcha/ vacía...». El hombre -el muchacho en realidad- malvive así la esperanza de lo que va a comenzar. Pasea unos sentimientos que espera le satisfagan sin preguntarse qué está dispuesto a entregar a cambio. «Dulce María, esta noche estás más lejos que nunca, enredada por trampas que te tienden los demás, sin saber que yo te espero a cada instante. Suena mi puerta y corro hacia ella. No eras tú, ya lo sabes. Tal vez mañana, con tus delicadas manos, pulses mi timbre y al abrir me encuentre ante tus ojos. Dulce mirada que nos conduce a las bocas, entrechocar de labios que se abren para entrecruzar nuestras lenguas». La carta sigue así hasta la eternidad. El muchacho levanta la vista, por un instante cree ver pompas de jabón que se escapan del piso de abajo.

En realidad no sabe lo que allí ocurre: dos amantes corretean desnudos. Ella juega con una máquina de hacer pompas. Se detienen, ella sopla, se ríen y comienzan de nuevo las carreras. Tres pompas más allá el hombre la cogerá de la cintura y la acercará hasta su boca. Será un beso corto, como paladeando la intensidad de sus necesidades. Ella le acariciará el pene rodeándolo con su mano. Las caricias y los besos les conducen a una cama deshecha durante días: el campo de batalla. Llevan dos semanas así, aprovechando cada minuto del día porque saben que el tiempo drena todos los lagos. La lengua baja por la espalda de ella, buscando un regusto a sal mientras transmite un deseo húmedo. Luego hablan sus manos, tanto como sus ojos. Se desgastan mutuamente en los abrazos previos a la penetración. Comienza un festival de gritos mezclados con susurros. La ventana está abierta, no corre el aire, ni una leve brisa que les seque el sudor.

Al frente, otro piso, otra historia. No presenta nada extraño a primera vista. Sin embargo, aún está caliente el impulso que ha cerrado la puerta. Las horas de amor han pasado. Si quisiéramos abrir el cajón de la cómoda del dormitorio encontraríamos una foto de familia, en ella aparecen los tres -papá y mamá que ya no se quieren y el niño que ha escuchado durante los últimos dos meses todas las disputas-. Ella estaba cansada de llorar, por eso ha cerrado la puerta para no volver. No pueden soportarse más. El niño volverá del colegio y no podrá entrar. Pasarán las horas hasta que llegue su padre de su cansado trabajo de ejecutivo siempre en ciernes para otro ascenso que ya no llega. Se miraran buscando excusas a los que los dos ya conocen.

Cae a plomo el sol de mediodía fuera y en el descansillo de la escalera encontramos un hombre fumando. Es el autor del relato que mide la ceniza contra la distancia del humo que expulsa. Una bocanada más, luego arroja la colilla que rebota unos peldaños más abajo antes de caer por el hueco de la escalera irremediablemente. El cigarro se pierde, como su mirada, descendiendo. Recoge la cajetilla y el mechero usando toda la lentitud que le queda. Al volverse la vida de una tarde cualquiera vuelve con el impulso de antaño. Se acaricia la barbilla, apurando los ángulos de su cara. Algunos pelos están crecidos y al pasar sobre ellos le hieren las yemas de los dedos. Un leve pinchazo y piensa en sus personajes, en el movimiento aleatorio que los conduce desde la felicidad a la desdicha. Rige con fuerza sus destinos, como si se tratasen de conejillos de indias; aprieta gargantas para vencer el tedio, pero sobre todo elige de entre todas las hipótesis la verdadera: el camino que sólo él sabe a dónde nos dirige.

domingo, abril 17, 2005

Conejillos de indias de Borja

Me gustan las verdes. No saben a nada, pero se tragan más fácil que las blancas. Las blancas a veces se me pegan en el fondo de la garganta y entonces hay que dar sorbos con fuerza para que vayan pasando, poquito a poco. Apenas me quitan el dolor de las sienes.

Los polvos saben amargos y me dan sueño. Yo no me quiero dormir.

Prefiero las verdes.


La habitación tiene solamente una cama. No es nada cómoda pero eso a mí me viene bien porque así me mantengo despierto. Cuando me duermo pasan cosas malas. Sueño de color rojo y no conservo recuerdos. Los recuerdos me ayudan a saber quién soy.

Una vez desperté atado. Las correas estaban bien sujetas a mis muñecas y tobillos. Me mantenían en aspa, inmóvil, tumbado en la cama. La cabeza me dolía como si la habitara una lombriz. Sólo veía por un ojo.

La habitación tiene también una ventana por la que se ve el campo hasta la línea del horizonte. No hay árboles y eso a veces me pone un poco triste. También me entristece el patio de la izquierda. En el suelo hay gravilla y cuando la gente lo cruza hace ruidos espantosos, como un bicho royendo un hueso. Alguna vez he tenido pesadillas. La gente desaparece por un ángulo que no alcanzo a ver. No vuelven a menudo.

A la derecha hay un cementerio. Tiene paredes hechas de piedras grandes y redondas con un musgo verdoso que se adivina desde aquí. Entre ellas trabaja un hombre encorvado de tanto mirar en el interior de la tierra. Lleva una pala que clava en el suelo cuando se sienta a descansar. Luego se deja rodear por los cuervos. Cuando reanuda el trabajo los cuervos le molestan un poco y por eso los aparta amagando puntapiés. Pero le gustan en el fondo (como a mí), se sabe porque en el último momento detiene el golpe y empuja a las aves suavemente con la punta del zapato. Ellas dan un salto, un par de aleteos gandules, y van a posarse dos metros más allá. Después le observan mientras cava agujeros.

Tarda muchos días en abrir uno del todo. Sólo está terminado cuando unos hombres sacan el cajón rechinando por el patio, y se lo llevan a él. Resoplan mucho. Con un par de cuerdas lo bajan y desaparece dentro de otro ángulo al que no llego.

Luego se vuelve al agujero. Siempre tarda mucho menos en rellenarlo.


Algunos días viene a verme un hombre con gafas y bata blanca. Me hace preguntas mientras se rasca las patillas con cuatro dedos. Apunta cosas con pequeños garabatos en una libreta. Una vez pude verlos porque me la dejó junto a un lapicero. Me dijo que escribiera en ella lo primero que me viniera a la mente. Parecía nervioso y el flequillo se le pegaba en la frente. Yo miré el lápiz muy de cerca para ver si estaba afilado. Por un ojo no veía. El hombre se abalanzó sobre mí, sujetándome por la muñeca, y me gritó que no lo hiciera. No recuerdo mucho más. A veces sueño cosas rojas y confusas que me dan un poco de miedo.

A menudo despierto y solamente veo por un ojo. El dolor en las sienes es más intenso y le cojo manía a los polvos que me han hecho dormir. Prefiero las pastillas verdes.


Al principio no he visto a los cuervos pero después me he fijado en que volaban en círculos cada vez más cerrados. Uno se ha posado en mi ventana. El agujero parece a punto, hay un gran montón de tierra en un lado y la pala bien clavada como un árbol esmirriado y recto. Me gusta el cementerio. Se oyen pasos. Tengo un poco de sueño.

domingo, abril 10, 2005

Tercera vía de María

¿Playa o montaña? ¿Verano o invierno? ¿Zapato o zapatilla? Al principio uno de nuestros juegos favoritos había consistido en elegir entre dos opciones sin apenas darnos tregua. Si aquella especie de obsesión compartida nos ayudó a conocernos mejor o tan solo a parecer más brillantes a los ojos del otro, no podría afirmarlo ni siquiera hoy. ¿Dentro o fuera? ¿Blanco o negro? ¿Arriba o abajo? No valía quedarse indiferente. De hecho, nada nos repugnaba más que la apatía, las medias tintas, la mediocridad: esa falta de entusiasmo de tantos indecisos al borde de la nada. Lo de menos era encontrar una explicación cabal para nuestros veredictos. Lo que de verdad importaba eran las chispas de ingenio y complicidad que saltaban entre los dos en medio de las asociaciones más inesperadas.¿Corona o laurel? ¿Trinchera o campo abierto? ¿Crucifijo o letanía?

Ni siquiera la política, o eso que llaman religión, por no hablar de ciertas comparaciones odiosas entre parientes y otros allegados, lograron hacer mella en nuestro malabarismo de manos abiertas. Hasta que, en pleno delirio, surgió una insignificancia: ¿Con o sin hueso? Yo me refería las aceitunas. A partir de aquel día, cesó el juego; todavía sigo preguntándome el motivo real.¿Qué tipo de malentendido era aquél? Pues, entrenados como estábamos para dar rienda suelta sin miedo a nuestras intuiciones, la propuesta inocente precipitó una marabunta de reproches que parecían venir de otra parte. Que si ya estaba bien de oposiciones binarias elementales que no reflejaban la realidad, que si el mundo era mucho más complejo que eso, que qué empeño por volver las cosas del revés. Al parecer, lo del deshuesamiento era el colmo de la insensibilidad, como si fuera posible arrancarle a uno el corazón y preguntarle a continuación: ¿con o sin?

A decir verdad, yo no estaba acostumbrado a tantos miramientos. ¿No notas lo blanditas y jugosas que se ponen, y cómo se deshacen en la boca?, le decía intentando convencerla de mis buenas intenciones. Pero no hay chiste que resista explicaciones, como no hay segundas oportunidades una vez roto el embelesamiento: la gracia es un don que se esfuma como por ensalmo. Ella insistía en hacerme ver el meollo del asunto como si le fuera la vida en ello. Yo sólo quería continuar y pasar página lo antes posible. Ella hablaba del vacío existencial y de la sustancia escondida en las partes duras, ésas que la mayoría rechaza sin darse cuenta de que la carne agarrada al núcleo suele ser la más sabrosa. Yo me resistía a tales suplicios. Incapaces de encontrar una tercera vía, tuvimos que dejarlo. No sé si ella habrá seguido jugando como en los viejos tiempos, si habrá inventado nuevas reglas para no perder o si, como yo, anda todavía pensando en la partida definitiva, sin poder decidir si resultó un desastre o un triunfo, un éxito o un fracaso, ¿o quizá hay algo más que se me escapa?

viernes, abril 08, 2005

Entre las bombas de Javi

A lo lejos se escuchan los aviones. Un pequeño zumbido al principio, nada más. El sentimiento de que todo esta decidido y que esta noche será la última empieza a cundir dentro de la trinchera. Pronto llega la evidencia: el zumbido se hace ensordecedor y a la vista aparecen tres bombarderos. Un instante más y veo abrirse las trampillas del primero, me echo las manos a la cabeza para dominarme y presiento la muerte. Las bombas empezarán a caer al siguiente instante. Una inmensa mano abierta gobierna mis últimos pensamientos, llenando mi cabeza, abotargándome. Puede parecerme una mano cualquiera, pero no son momentos de engaños:

Mi padre murió en una disputa dentro de un bar con mi tío. Apenas si tenía cuatro años y no puedo recordar demasiado, pero mi madre no se cansó de contarme centenares de veces que mi tío echo sus manos al cuello de mi padre y apretó hasta acabar con su vida. Desde aquella noche nuestra vida cambió. Mi tío se hizo cargo de nosotros, especialmente de mi madre con la que compartió cama durante toda mi infancia. Recuerdo sus manos ásperas partiendo el pan y la sonrisa condescendiente con la que me miraba. Recuerdo los golpes que me daba por todo. Recuerdo su mano abierta sobre el rostro de mi madre. Seis años de lágrimas que mi madre fue contando día a día como si de una condena se tratara. Nos fugamos una noche, da lo mismo cual. Abandonamos la casa con una pequeña maleta en la que llevamos una muda y cuatro cuartos que pudimos robarle a mi tío. No sé que pensaría cuando despertó de su borrachera, pero para entonces ya estábamos lejos ayudados por un hombre desconocido para mí que se tomaba las mismas libertadas con mi madre que el otro. Otra mano abierta tapando la boca de ella cada vez que me hacía carantoñas, alejándola de mí. A esa siguieron otras, muchas manos, un ejercito, y hombres desnudos a todas horas. Las manos sobre su cuerpo, aquí y allí, y las bofetadas, y las lágrimas y volver a empezar. Los pobres no tenemos patria, sólo nuestra cruda realidad.

Llegó la guerra y si nos resultaba difícil conseguir algo que llevarnos a la boca antes, más aún con la nueva situación. Aparecieron las manos represoras movidas por la Iglesia. La conducta moral de mi madre chocaba a todas horas y en todos los sitios con los brazos en oración de las devotas. Un escarmiento tras otro marcado en nuestros rostros con la señal de la mano, el suyo por puta, el mío por hijo de puta. Mi madre no sobrevivió a una de tantas tardes en el cuartelillo. Yo huí, crucé la frontera y me alisté. Nada tenía.

Manos amigas por primera vez me dieron un fusil y me enseñaron a disparar. Mil balas hubiera deseado tener para borrar cada una de las manos que señalaron mi camino hasta este último instante. Defendí la tierra que tenía negada como si fuese de todos, aprendí a ser útil por primera vez dentro de una guerra fraticida. Sentí por primera vez anoche: una mujer del pueblo y su mano abierta acariciándome la cara mientras hacíamos el amor. No entendí sus intenciones, ni mi suerte, o la suya. Los motivos se me escapan, tal vez necesidad, o lástima. No fuimos concretos; no había tiempo, sólo premura y precipitación. No cruzamos una sola palabra de amor. No sé su nombre, ni recuerdo el color de sus ojos, pero sus largos dedos blanquecinos, sin apenas fuerza por el hambre, recorren mi rostro mientras espero la muerte. Tal vez sean ellos los que me cierren los ojos, sino he volado por los aires repartido en pedazos.

Mano Abierta de Borja

...al suelo. Su hombro, atrapado al caer bajo su propio cuerpo, le latía dolorosamente con cada inhalación. Buscó a gatas el rincón antes de que la sombra se acercase, y se estaba acercando a cada momento. Se fijó: era como un líquido negro que avanzaba por la alfombra, partiendo desde los pies que parecían generarlo, y, muy por encima, un cuerpo. Comenzó a trepar lentamente por ella, que deseó durante un instante ser la sombra y subir líquida, pegajosa, por las paredes. Después el hombre descargó otro golpe contra su vientre desprotegido y todo acabó de sumirse en...


Gonzalo trató te interponerse entre su padre y su madre a pesar de lo mucho que le ardían los ojos. Escuchaba un grito, una especie de gañido que se sostenía de los techos en penumbra y que nunca llegó a identificar como propio. Tenía solamente ocho años, así que Genaro lo apartó sin dificultad de un empellón y siguió avanzando, todo sombra, hacia el guiñapo lastimero que era su mujer. Se levantó entonces Gonzalo y corrió atravesando los vanos de las puertas, sobrevolando escalones de tres en tres, levantando el polvo que había estado ya antes, como ahora, al borde de innumerables caminos.

El trigal le esperaba tendido al sol de agosto tal y como esperan los mares en las orillas: de vez en cuando una ráfaga de aire levantaba pequeñas olas brillantes que lo recorrían de lado a lado. Penetró en él lentamente, apartando las espigas con las manos. Al llegar al centro se tumbó y apretó los ojos hasta que le dolieron las sienes.

Así se quedó dormido.

Lo despertó un insistente zarandeo que no tenía visos de detenerse. Más por curiosidad que por ganas verdaderas, Gonzalo abrió los ojos. Genaro estaba allí, con el cinturón, fuera de las correas de su pantalón de pana, mal anudado en una mano. Fumaba tabaco negro y su humo azul ascendía hacia el cielo bajo del atardecer. Guardaba la otra mano con indolencia en un bolsillo. En su camisa había manchas de sangre.

-¿Qué andas haciendo aquí, niño? Si no llega a ser porque te han visto correr como un loco camino arriba, lo mismo ni te encuentro.

Gonzalo no supo qué contestar. La sombra angosta de Genaro, que siempre se las arreglaba para caer a plomo sobre todas las cosas, provocaba en él un miedo atávico e imposible. Su padre sujetó el cigarrillo con dos dedos y escupió a un lado.

-Mira, chaval, me parece que le das demasiada importancia a lo de tu madre –Gonzalo tragó saliva pero descubrió, demasiado tarde, que tenía la boca seca-. A veces a las mujeres hay que pegarles, que si no se le suben a uno a la chepa.

Hizo una pausa larga, dio un par de caladas lentas, y por fin dijo:

-...además, dicen que pegar con la mano abierta no es pecado.


Todo, hasta los pecados, le vino a Gonzalo impuesto por su padre. A los doce Genaro le sacó del colegio para llevárselo con él a la obra. Su sueldo de aprendiz fue a parar íntegro a su bolsillo (gastos de manutención, los llamaba él, que la vida estaba muy dura). La guerra había terminado hacía poco y tocaba reconstruir. Según Genaro, malamente se iba a levantar un país con un puñado de libros. Como el decía: donde hubiera una buena masilla...

La madre murió cuando Gonzalo tenía sólo quince. Un golpe mal “dao”. Al parecer Genaro tenía nombres para todo. Si no fue a la cárcel fue porque siempre se ocupó de guardar bajo la alfombra sus secretos. Nadie de fuera declaró contra él.

En la obra, con cada ladrillo Gonzalo se iba derrumbando. Cada pared lo aislaba más del mundo y las vigas no hacían más que cimentar su total desposesión: no era más que una propiedad, respirante y vagamente consciente, de entre las (pocas) que tenía Genaro.


Cumplió los veintiuno retrepado en el andamio. De todos los peones, eran los andaluces los que le gastaban las bromas más salaces. Le hablaban de mujeres que él todavía no había probado, de lugares en los que por solamente unos reales se podía pasar un buen rato. Quizás hoy, como regalo de cumpleaños, le decían palmeándole en la espalda.

-¡Vienen o no vienen esos ladrillos, Gonzalo, coño, que no voy a levantar las paredes con aire!

Genaro se asomó al vacío desde el quinto. Gonzalo, lanzándole una mirada desabrida, amontonó unos cuantos ladrillos en una carretilla y los subió después, con ayuda de los andaluces que no paraban de guiñarle el ojo, hasta el piso donde se encontraba el padre. Una vez allí fue cargando con ellos uno a uno para que Genaro no tuviera más que ir alineándolos cuidadosamente sobre el cemento. Lo había aplicado previamente entre calada y calada de uno de sus malolientes pitillos.

Estuvieron así cerca de una hora. Al cabo Genaro se levantó para desentumecer un poco las piernas. No reparó en la barra de hierro (algún sobrante del montaje del andamio) que rodó ruidosamente bajo sus pies. Alarmado, Genaro plantó las dos manos en la pared que apenas sí había terminado de armar. El cemento, aún fresco, cedió ante su peso, y él, intentando recuperar el equilibrio con grandes brazadas (casi aleteos), quedó de espaldas al vacío y después perdió pie.

En una de éstas su mano se encontró con la de Gonzalo que se había lanzado hacia adelante instintivamente al ver que su padre caía al vacío. Resbaló por el suelo cubierto de gravilla manoteando hasta encontrar asidero en el andamio. Los ladrillos, al debatirse Gonzalo e ir empujándolos más allá del borde, hacían abajo el ruido periódico de un macabro reloj.

La postura no podía ser más peligrosa: Gonzalo, tumbado cuan largo era, se sostenía, con la izquierda, de una barra de hierro. La otra mano se cerraba con toda su fuerza sobre la del padre, Genaro, que pataleaba indefenso a quince metros de altura. Ya había perdido un zapato.


Dicen que ante los ojos de quien ve de cerca la muerte pasan a toda velocidad, como en una película muda, todos los recuerdos. Ante los de Gonzalo sí pasaron en un destello de lucidez exagerada algunas imágenes (su madre ovillada en un rincón, las olas con las que se mece lánguido el trigo, un cigarrillo negro consumiéndose a las siete de la tarde, el cinturón colgando de un puño como una serpiente de cuero), a pesar de que si fuera la muerte la cinta extendida al final de una carrera, sería Genaro sin lugar a dudas quién alzaría los brazos.

-¡No, me sueltes, hijo! ¡No me sueltes!

Apretó los dientes. Ya resonaban en las rampas los pasos a la carrera del resto de compañeros. A través del sudor Gonzalo podía ver su propio puño firmemente cerrado. Así, con la sencillez que se encuentra más allá del concepto y la palabra, despiertan a veces los recuerdos.

Mientras dejaba abrirse uno a uno sus dedos, como una flor, pensó que nadie podría culparle jamás por lo que estaba sucediendo; ni los hombres que subían a toda prisa gritando por las escaleras, ni Genaro que pataleaba salvajemente (ahora caía otro ladrillo); ni siquiera él mismo, y esto era lo más importante, pues todo el mundo sabía, Gonzalo incluido, que no había ningún pecado en dejar la mano abierta.

sábado, abril 02, 2005

Manos abiertas de Iurdana

Hola panda,

No quería irme con las manos abiertas y vacías… sin dejar mi escrito, una pequeña huella de buena estudianta, “koletilla de k”; aunque fuera un email de esos que hacen saltar de alegría, y resaltarla, si aún nos quedan fuerzas… pero tranquis compañeras letras, no estaba demasiado preocupada por hacerlo porque en este último tiempo me he propuesto no preocuparme.

Estoy cansada de complicarme la vida más de lo debido…

Annibal Leccter me dijo una vez en una película de corderos mudos, que todo reside en la simplicidad, citando a otro famoso alguien, y… la verdad, es verdad. Siguiendo ese lema, te comes el mundo con la facilidad y gusto que él lo hacia en dicho metraje.

Y entonces pienso en algo simple. Y como por arte de magia se me abren las manos, se extienden hacia el cielo y todo mi cuerpo responde al unísono entrando en contacto directo con un no sé qué que qué sé yo que me hace grande, tan grande como el Universo. Supongo que será eso de sentirse una con el todo y descubrir que yo misma no soy nada y todo a la vez. Que no tengo ninguna grandeza más que mi unión con todos vosotros y vosotras.

Pues bien, esa unión, recibida con las manos abiertas y el corazón y… y ya- no vayamos con la emoción a terminar despidiéndonos como los monjes de María de la T- me hace sentiros cerca, acá en el alma y viajar mañana (y SIEMPRE) acompañada, aunque “engañe” al de la taquilla y sólo paguemos un billete y mi compi de viaje sólo me hable a mí (porque curiosamente a mi vera se sientan personas con facilidad de charla, no siempre, cierto, pero tan a menudo que me atrevería a decir siempre).

Y todo este mensaje informático para deciros que os quiero compañeras y que os echo de menos, que la k sin otubre, es como vaca sin ubre… y que en honor al luto que yace en mi ser, no tomaré leche procedente de ubre hasta que no vuelva a tomar un trocito de brownie con b (y con el resto de ustedes) con leche de vaca.

Hasta entonces me alimentaré con leche de soja, un lujo, digo luto, LUTO, que disfrutaré a vuestra salud.

UN abrazo.

k

lunes, marzo 28, 2005

Para Elvira de Elisa

-¡Eh, eh, chaval, qué haces, cagoenlaputa!- Higinio salió corriendo detrás de Andresillo, pero era demasiado arriesgado dejar la barra vacía; había mucho chorizo por el barrio. Total, por un plato de aceitunas, no merecía la pena. Pero le jodía enormemente que le tomaran el pelo.


Aunque se tenga experiencia en la huida, no es fácil correr con un plato de aceitunas en la mano. Correr, correr, correr. El caldillo que se cae. No importa, qué va a importar el caldo. La mano se moja. Una aceituna, mierda, al suelo. Tira el plato y quédate con las aceitunas, tonto. No puedo, no puedo parar. Piensa en la coleta de Elvira y no mires para atrás. Ahora. Ya no le sigue nadie. Está en una plaza con bancos, con señoras, con perros. Hay otros niños de su edad, juegan a fútbol. Andresillo echaría unas bolas, pero no sabe qué hacer con el puñado de aceitunas. Podría apretarlas fuerte en la mano y no soltarlas mientras corre detrás de la pelota, pero teme que se estrujen y se echen a perder. Lo mismo si las guarda en el bolsillo. De todos modos, los otros niños casi nunca le dejan entrar. Sobre todo si están las mamás mirando. Algunas dicen MarcosoJavier vámonosacasaamerendar justo cuando él llega. Además de las señoras y los bancos y los perros y los niños, hay en esta plazuela dos terrazas. Andresillo se pasea entre las mesas; observa y calcula el tiempo que tardará cada una en quedarse vacía. ¿Qué toman? De lejos solo se ven los vasos. Descarta a los que beben café, infusiones, batidos. Se acerca. Una mujer con el pelo rosa y una pluma colgada al cuello lo mira.

-¿Cómo te llamas?

-Andrés.

-¿Y tienes hambre, Andrés?

El chaval no responde, pero permanece allí, como paralizado. La cabeza rosa le ha sonreído y ha estirado el brazo ofreciéndole su aperitivo. Andrés mira el platillo con almendras, kikos,pasas; niega con la cabeza. Corre.
En la terraza de al lado Andrés encuentra un tesoro. Al cerrarse un ordenador portátil, quedan al descubierto media docena de aceitunas abandonadas. El joven del traje deja dos monedas sobre la mesa y se marcha. Andrés apenas ha mirado las olivas antes de agarrarlas. Solo corre,corre, otra vez corre con las aceitunas en la mano. No sabe que esta vez nadie le sigue. Apoyado en la fuente, busca un palo finito, muy finito; tiene que serlo para poder sacar uno a uno el trocito de pimiento. Ahora sí, ahora están todas como deben estar. Lo comprueba mirando a través del agujero. Ve el mundo al otro lado de una aceituna. Un montoncito rojo queda en el pretil casi a modo de firma.


-¿Quieres que te pida algo para comer, majo? – Andrés se pregunta por qué casi siempre son señoras solas las que le ofrecen comida. El chico asiente.

-Muy bien ¿y qué te gustaría?

-Aceitunas.

-¿¡Aceitunas!? ¿y no preferirías algo más... no sé, más grande?- Ríe como si hubiese hecho un chiste. Está nerviosa. Sus dientes tienen carmín. Andrés no contesta a la pregunta. La mujer vuelve de la barra unos minutos después con un plato de aceitunas y un paquete envuelto en aluminio.

-Toma, tus aceitunas. Y esto por si luego te apetece.

Los ojos de Andrés parecen haberse quedado flotando en el plato de las aceitunas, como dos más.

-Ésas no valen.

-¿El qué?, ¿las aceitunas?

-Tienen hueso. – Y vuelve a correr pues es lo que mejor sabe hacer.


Andrés recorre las tascas de la zona; y va descontando. Con seis más podría valer. Cuatro, tres. Le costará un par de hurtos más y alguna bofetada poder llegar al poblado, buscar a Elvira, que estará jugando con sus hermanas, decirle ven un momento, Elvira (eso será lo que más le cueste de todo) y darle la cajita alargada que encontró ayer en el descamapado. Elvira abrirá la caja y le dará un beso en la mejilla. Ensartadas en una cuerda colgarán de su cuello las aceitunas sin hueso.

domingo, marzo 27, 2005

El agujero de la aceituna de Mireya

Si nos paramos a pensar, el universo está repleto de agujeros, desde los insondables de color negro hasta los de las agujas de coser donde habitan camellos, los ojales de una camisa, o aquellos en los que se introduce la hebilla de un cinturón o los cordones de un par de zapatillas de deporte. El propio cuerpo humano está poblado de orificios, todos ellos con una finalidad concreta. Intentemos imaginar una nariz sin agujeros, un vientre sin ombligo, unas orejas planas. Sin agujeros no habría excrementos ni sexo ni forma alguna de manutención.

Los tocadiscos quedarían obsoletos; las muñecas de famosa ya no cantarían al llegar al portal; no habría bolsos ni derivados; no pediríamos dos donuts, por favor; la velocidad en las carreteras no estaría limitada y los recién casados no llevarían alianza. El alfabeto se vería reducido considerablemente; ningún profesor podría calificar con un cero y en los partidos, los marcadores señalarían al menos un tanto por equipo. No permitirían a los pilotos que sus aviones atravesaran las nubes ni viajaríamos en trenes subterráneos; y las hormigas y los topos tendrían que mudarse a la superficie. Tampoco nos descompondríamos bajo la tierra al morir, con lo que una cultura entera se borraría como se borra el lápiz del papel. Lo más divertido sería ver rebotar las balas en los cuerpos de sus víctimas sin dejarles más que una leve marca inofensiva como recuerdo de un intento fallido. Sería como jugar a la guerra en el patio del colegio. Sin agujeros no habría vida y sin vida no habría nada. La nada es un enorme agujero donde cabe todo.

Pero, por encima de los casos más o menos prácticos de un agujero, destaca uno en particular, convirtiéndose en mi opinión en el más original, por curioso y por inútil: el agujero de las aceitunas desprovistas de corazón, también llamado hueso.

Lo primero que me viene a la cabeza cuando las veo es por qué, cuándo y quién tuvo la feliz idea de vaciarlas. Me imagino uno de esos incansables inventores chinos que viven por y para hacernos creer que algo inservible es y será siempre desde su salida al mercado, un objeto completamente imprescindible. Luego pienso en que alguien con mucho dinero y una madre con problemas dentales patentó las olivas huecas por amor filial y como estrategia mercantil, matando así dos pájaros de un tiro.

Cuando ya he despejado –o eso creo– la incógnita anterior, me hago la pregunta más difícil (todavía), que aún ahora que escribo estas líneas permanece sin respuesta: ¿cómo diablos lo hacen? ¿Son máquinas las que toman con delicados ganchos una a una todas las aceitunas de un cesto y las van depositando cuidadosamente, tras extraer el hueso, en envases de plástico, botes de cristal o latas abre fácil? ¿O es acaso que en lugar de desprenderse de las ramas de los olivos salen vacías de los gigantescos maceteros dispuestos en filas según sean verdes o negras?

Para rizar el rizo, en las repisas de los supermercados nunca faltan las rellenas, gran hallazgo a mi juicio y aún más difícil de comprender si cabe. Las anchoas se llevan el oro por una cuestión de antigüedad. De cerca le siguen el pimiento rojo, el del piquillo, el pimentón (pi pi pi), el pepinillo, la guindilla, y poco a poco va haciéndose hueco el queso. No tengo palabras. Retorna presta a mi mente la duda iniciática, de qué cabeza salen semejantes ideas, pues está claro que el porqué ya está claro: hoy día rellenar está de moda.

miércoles, marzo 23, 2005

Aceitunas sin hueso de Iurdana

Que por qué las aceitunas sin hueso. Pues porque eh eh… porque nunca me gustó la fruta que hay que pelar. Sé que parece que no tiene nada que ver una cosa con la otra, pero verás que sí, déjame que te explique: cuando era niño mi madre solía llevarme tarde al cole y no te imaginas la vergüenza que me hacia pasar cuando llamaba a la puerta y me empujaba con la bolsita del tentempié del recreo.

Para colmo mientras iba a mi pupitre sin mirar para atrás, rezando porque mi madre no dijera mi nombre y me encasquetara tan preciado marrón, muy bien envuelto por supuesto, oía como gritaba sorprendida que no me olvidara la bolsita… “que tienes que alimentarte para crecer y aplicarte bien en los estudios”. Menuda güasa se trajeron conmigo toda la primaria. ¡Hasta que pude librarme del mote “naranjito sin hueso”! Porque lo que mi madre metía en la bolsa era una naranja peladísima y un mini-taperware con aceitunas, debidamente deshuesadas y cortaditas en trozos acordes a mi tamaño.


Aún hoy no logro entender cómo mi madre se complicaba tanto la vida preparándomelo, pelando cuidadosamente la fruta y quitándole el hueso a las aceitunas para partirlas a continuación. Ella tampoco entendió nunca que yo me desesperara mirando el reloj, con mochila a la espalda y pensando en la retaila de insultos y risitas que me esperaban en el recreo.

Cuando enfermó y la tuvimos que llevar al Hospital estuve por confesarle el porqué de mi nerviosismo y de mi posterior resentimiento hacia ella, que poco a poco me alejó hasta convertirse en un silencio de kilómetros.

No me atreví. Te puedes creer que sólo pude cogerla de la mano y llorar como un niño, como aquel que sufrió su especial cuidado, su que hacer perfecto. Creo que esa noche le lloré todo lo que guardaba para ella. Me miró y sentí que por fin nos entendíamos. De repente le agradecí en silencio todas aquellas atenciones. Y murió.

Ahora no soporto las naranjas, y supongo que por familiaridad, ninguna fruta que se tenga que pelar, como tampoco aguanto las aceitunas deshuesadas…

Las aceitunas son con hueso, las frutas con su piel y los jardines, los que merecen contemplación, con flores… ¿O no? Pues eso.

martes, marzo 22, 2005

La prueba de la aceituna de Borja

Maripi es, sin lugar a dudas, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar. Exceptuando el estilo indirecto y en consecuencia el tiempo verbal, éstas son las palabras textuales tal cual las dice la psicóloga del centro a la madre de Maripi, una vez que se ha sentado al borde de la silla como preparándose para echar a correr.

Mucho decir, continúa la psicóloga, pues su hija está en preescolar, y como bien sabe en este colegio los niños permanecen hasta que ya no son tan niños, ¿me entiende? Sin embargo puedo reiterar sin miedo a equivocarme que Maripi es, con mucho, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar.

Se lo debe al padre, ha replicado ella, tan segura de lo que acaba de decir como de que el cielo es azul en los días soleados (si hay tormenta todo cambia, piensa, y por eso las verdades son tan relativas). En efecto, él ha introducido a Maripi en Terria, un mundo paralelo del que a veces se la excluye con toda su razón y sus prejuicios, lastres, según ha aprendido a decir Maripi como un pequeño loro rubio, demasiado pesados para el descenso a esos lugares secretos. Terria es el juego, el mundo donde Maripi y papá se refugian cuando los forasteros ponen caras de extrañeza, y siempre las ponen, pues Terria es magia y la magia si algo hace es extrañar.

Para volver a lo prosaico, como la imaginación y la psicología, nos valdremos de hechos que ilustran mejor el acogedor paraíso. En Terria, por ejemplo, Maripi guarda una chispa verde de fuego artificial que su padre ha capturado en la verbena del pueblo. La mantienen a todas horas cerca de una vela, pues afirman que sin esos fuegos trémulos las chispas mueren lentamente de melancolía. A veces la oyen chisporrotear, como cuando el maíz empieza a florecer en palomitas (las flores del maíz, otro invento de Terria), y dicen entonces que su chispa está contenta.

En Terria Maripi planta hilos en las macetas. Después los riega con esmero, los saca de vez en cuando a la ventana cuidando que el sol no caiga a plomo sobre ellos (resultaría nocivo), y les dice al oído palabras dulces, en ocasiones tarareos. Sin saber cómo, el hilo va creciendo, imperceptiblemente al principio, al final con toda claridad. Detrás del hilo, bien atado, empieza a asomar siempre un objeto: una pequeña caja de música, un estuche de rotuladores, una piedra con motas verdes. El padre explica a Maripi, al anochecer y entre las sábanas, que es así como nacen todas las cosas bonitas. La madre sospecha que es él quien prepara de madrugada los engaños, pero nunca le ha visto levantarse de la cama por más que pasa sobre él el brazo antes de dormirse.

En Terria, del mismo modo, hay dos tipos de seres vivos: los móviles y los inmóviles. Si se quiere descubrir a qué categoría pertenece un cuerpo dado, basta aplicar la sencilla “prueba de la aceituna”. Esto lo explica el padre y Maripi atiende con los ojos muy abiertos, a veces estornuda. Algún día, Maripi, te dirán que las piedras no están vivas, y tú deberás decir que sí con la cabeza porque ellos no conocen nuestros secretos. La vida nos rodea, hija, esta mesa está viva, por mucho que los maestrillos confundan vida con movimiento. En estos casos, ¿qué tenemos? La prueba de la aceituna, papá, dice Maripi. Receta: toma un palillo y pincha una aceituna. Si ésta tiene hueso, es decir, pertenece a la vida móvil, tratará de escapar del plato. Las aceitunas sin hueso, en cambio, pueden ser incluidas en el otro grupo, pues se prestan más dócilmente al pinchazo del palillo. Nunca pienses que no les duele porque no puedan huir como sus hermanas. En consecuencia, nunca comas aceitunas sin hueso. Maripi, chica inapropiadamente lista a sus cinco años, ha aprendido a extender esta prueba al resto de los objetos.

Maripi ha entrado temprano a casa de jugar en el jardín. Su madre está muy preocupada por ella: no ha hecho ningún comentario extraño desde la visita al hospital en el que duerme, quizá para siempre, su padre. Los coches también derrapan en Terria. La ve sonreír y se pregunta qué pasa en cada momento por su cabeza. La ve mirar con sus ojos enormes, como una lechuza rubia, igual que la vio mirar desde una rendija de la puerta mientras el médico hablaba con ella. Cuántas palabras habrá escuchado, se pregunta, quizá “coma” y “nunca” tan cerca de “despertar” o de esa otra tan tajantemente fría: “irreversible”. Quizás incluso “muerte”, si estuvo ahí lo suficiente, observando desde el principio. Después se había vuelto al lado de su padre, sentada en un taburete con las manos reposando sobre las sábanas. Apenas si quedaba al descubierto un pedazo de él entre los tubos, las vendas y los cables.

Chica fuerte, no lloró en ningún momento.

Hoy su madre está preocupada. Maripi ha vuelto, ha cerrado la puerta despacio, como siempre, y ya oye sus pasos de pájaro por el pasillo. Maripi, vamos a ver a papá, que seguro que nos echará de menos. Será la segunda visita, la madre no sabe lo que puede ocurrir. Maripi asiente, se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. Su madre se pregunta qué pasará por su cabeza mientras descuelga del perchero del recibidor un par de abrigos.

En la cocina, Maripi se pone de puntillas y estira los deditos. Al salir por la puerta lleva en su bolsillo, apretados con tanta fuerza que ha roto más de uno, un buen puñado de palillos.

lunes, marzo 21, 2005

Aceitunas sin hueso de Javi

Las aceitunas sin hueso se me están convirtiendo en una obsesión. En la taberna, Magallanes, siempre me las pone de tapa.

- Magallanes, ponnos dos riojas de la botella que guardas para don Melquíades y que a los demás nos escatimas hasta cuando te lo pedimos, ese gran reserva del setenta y tantos que dice él. No me mires así, que sabes que digo la verdad. Además hoy tengo cuartos de sobra que me han «pagao» una terminación de decenas en la suerte de los ciegos. Casi cincuenta euros.

Él te los sirve; eso sí, te mira como si le hubieras insultado y luego alarga la mano con el platito al tarro de aceitunas y te lo llena. Lo empuja entre las dos copas y se aleja para seguir leyendo su periódico en el otro extremo de la barra, allí donde la luz artificial es más blanca.

- Coño, Magallanes, te podías haber «estirao» que a estos vinos viejos les pegan más unos taquitos de queso o una buena tapa de jamón bien «cortao». Magallanes, nos tienes hasta los huevos con las aceitunas sin hueso.

Te mira como si estuviera cansado del juego y parece que va arrancarse a decir «vete a la mierda Matías» pero no lo hace. Si le aprietas algo más se descuelga con un simple «otro día será» y vuelve la vista a su periódico. Creo que lee las noticias de sociedad, al menos los informes estadísticos, aunque sean sobre los asuntos más peregrinos, y luego se pasa todo el día recordándonos datos:

- Ayer leí en el periódico que el 90% de los que fuman tabaco rubio han cometido al menos una infracción de tráfico en los cinco últimos años.

- Vale, Magallanes, que ya te sigo, que te estás volviendo como mi mujer. ¿A ti qué coño te importa si fumo o dejo de fumar?

Son muchas horas las que paso en la taberna con una copa de vino y un platito de aceitunas para que no me apetezca fumarme un cigarro de vez en cuando. Además, luego viene lo peor: subir a casa con mi señora. Y subo, y me la encuentro en la cocina, con el mandil de cuadros azules y con las manos metidas en harina, o en carne picada, o qué se yo en qué.

- Ya estoy en casa Mercedes.

- ¿Qué tal el día?

- Nada, ni un céntimo he «vendío». Que el negocio está cada día peor.

- ¿Te pongo un vinito mientras termino de hacer la cena?

No digo nada. Y me pone un vinito blanco de su tierra con unas aceitunas sin hueso. Y la tenemos, que lo sabe de sobra, que es la misma tapa de la taberna y que se lo tengo dicho mil veces.

- A ver, Mercedes. ¿Cuántas veces hemos «hablao» tú y yo de que las aceitunas, sobre todo las que son sin hueso, me estriñen? Es que no te entiendo, la verdad. Parece que lo que te digo te entra por un oído y te sale por el otro.

- Lo siento cariño, pero el médico me ha dicho que eso no puede ser y además me dice que son muy buenas para el colesterol. ¡Y no me digas que no lo necesitas, que cada día estás mas redondo! Si hasta tu hijo, cuando pregunta por ti, no dice «dónde está papá» sino que me pregunta con ironía «y la pelota, ¿no ha venido todavía?».

- No me digas que lo sientes, que sé de sobra que lo haces a propósito. Uno se mata todo el día a trabajar para que luego al llegar a casa lo único que le den sea unplato de aceitunas sin hueso. Que no, Mercedes, que no, que esta no es forma de tratarme. Estoy muy «delicao» y ni una alegría me das. ¿No podías partir un poco de jamón?

- Eso, el jamón lo tienes prohibidísimo, o ¿ya no te acuerdas que haces régimen sin sal? Se te olvidó el infarto del año pasado, ¿a que sí? Claro, cómo tú lo único que hiciste fue estar en la cama. ¿Y yo, los paseitos diarios al hospital, el cuidarte a todas horas, las noches mal durmiendo en el sofá?, ¿no piensas en mí? ¿Y aguantar a tu hermana, que tiene la misma horchata que tú por sangre?

- Perdona, Mercedes, tienes razón. Además, estas aceitunas están muy ricas. Es que ya sabes, la fatiga del trabajo, que me altera y lo pago contigo.

Y le doy un beso; ella se hace la remolona, pero al final se le pasa y tenemos una cena tranquila.

martes, marzo 15, 2005

Malentendido de Mireya

La carta llegaría el martes. Era demasiado arriesgado hablarlo por teléfono. Ahora tenía que desaparecer de la casa de campo sin que nadie le viera y mantenerse ocupado el fin de semana procurando no llamar la atención. Dormiría en el hotel más próximo a la estación del Este y el martes al despertar iría a buscar la misiva y se limitaría a seguir sus instrucciones. –No des un paso en falso –le dijo Alonso en el muelle antes de embarcar – o nos comerán vivos.

Santos paseó por la ciudad inundada de turistas escondido bajo el sombrero de ala ancha y refugiándose de las miradas ajenas levantando levemente el cuello de su gabardina. No habló con nadie salvo para comprar la entrada del cine. A oscuras no le reconocerían. La película le recordó a una que había visto con su padre cuando era niño; la misma trama, la secuencia de la persecución calcada y los ojos profundos del protagonista que juega a ser malo. Pero su padre no estaba y él ya no era él. Algo en su pasado que no quería recordar había cambiado el rumbo de su vida y en el giro de 180 grados había perdido a su familia, a sus amigos y a sí mismo. Estaba flotando en el mundo como una gota de aceite en un vaso de agua. Ya sólo le quedaba la fe en un golpe de suerte que le daría la libertad para empezar otra vez de cero.

Al salir tenía hambre. Se acercó a un puesto de perritos calientes y pidió uno doble con mostaza y un refresco. Volvió a pie al hotel, pidió su llave evitando mirar directamente al recepcionista y subió a su habitación. Alonso había vuelto a elegir la 213. Le resultó extraño que el balcón diera a la calle y que hubiera dos camas en lugar de una, pero no le dio mucha importancia. Alonso era el que daba las órdenes y él quien las acataba. Después de todo, no estaba en condiciones de elegir. Le salvó la vida y se lo debía, pero ya quedaba poco para salir de la jaula y volar lejos de allí para siempre. Esa noche, Santos soñó con pájaros y cielos abiertos.

El domingo lo pasó en el hotel. Puso un cartel de no molestar y no comió más que tres o cuatro chocolatinas del minibar. Estuvo un rato intentando encontrar algo entretenido en televisión pero acabó apagándola y abriendo el libro de Agatha Christie por la página 87. Esa noche no soñó nada.

Al día siguiente se despertó temprano. La luz entraba en la habitación a través de los visillos, y pese a tenerlo terminantemente prohibido, salió al balcón y se fumó un cigarrillo mientras observaba atento las vidas que pasaban ante sus ojos invisibles. Al fin y al cabo, era su último día de trabajo. ¿Por qué tenía que esperar al siguiente para dejar de ocultarse? Deambuló por las calles vacías de lunes con el sol pegado a su espalda y decidió no pensar en el peligro de ser descubierto, pero la cajetilla de tabaco se fue vaciando hasta llenar su cuerpo de humo. Encontró en su camino un parque y tras recorrerlo se sentó en un banco hasta oír las campanas de una iglesia cercana a las ocho de la tarde. Antes de que el sol se perdiera en el horizonte, paró en un supermercado a comprar algo de cenar y regresó al hotel. Metió sus cosas en la mochila, cargó la pistola y la ocultó entre las ropas. Puso el despertador a las nueve, se quitó los zapatos y se echó en la cama vestido. Su descanso fue interrumpido varias veces con pesadillas. En una de ellas, su padre le llamaba desde un lugar desconocido. Primero la voz, luego las manos, y poco a poco lograba ver su cara y una voz que no era la suya pidiéndole que le acompañara, que no necesitaba equipaje, que se diera prisa. Sobresaltado y envuelto en sudores fríos se levantó al baño, se lavó la cara y se miró en el espejo. Creyó ver una nueva arruga cruzándole la frente.

Al sonar la alarma aún estaba despierto. Se calzó y bajó a recepción a preguntar por su correo. No había nada para él. Esperó una hora, dos, tres, y sintió cómo un millón de canas le aclaraban el cabello. A las 3 de la tarde le dijeron que ya no llegaría nada hasta el día siguiente. Le sudaban las manos. Pensó en todos los posibles errores, se hizo todas las preguntas del mundo pero no logró encontrar una respuesta. Al rato vio con asombro la cara de Alonso en la primera página del periódico. Su carta había llegado al hotel más próximo a la estación del Oeste y alguien estaba allí para recogerla, librándole así del deber de empuñar el arma, de la necesidad de huir y de devolverle el favor a un hombre que le salvó de la muerte.

Malentendido de Leticia

No recordaba de modo claro cómo sucedió todo. Lo último que mi mente alcanzaba a vislumbrar entre sus recónditos rincones era la voz de Ester preguntándome si la oía. Aparte de esas palabras, el resto se me tornaba difuso. El reloj, el coche, el taxi, los dos hombres de negro… no lograba enlazar sus presencias en mi vida aquella tarde.

Me incorporé con dificultad de aquella cama. Aún dudaba si era la mía. Todo estaba oscuro. Miré a la mesilla buscando el despertador que tanto me gustaba y que siempre, cuando me despertaba a medianoche, me decía la hora que era con sus números rojos que se veían en la oscuridad. No, ahí no había nada que brillase. No estaba en casa, no estaba en territorio conocido. En mi cabeza seguían sucediéndose de modo borroso imágenes inconexas entre sí. Volví a ver a Ester, esta vez sin oír su voz. Solo la veía a mi lado en un sillón amplio y cómodo. O esa era mi sensación, si es que las tenía, pues empezaba a dudar de casi todo.

A tientas busqué algún interruptor que me ayudase a aclarar el misterio en el que, desde hacía quince minutos, se había convertido mi presente, y mi pasado, sobre todo el inmediato. Toqué muebles, alcancé una pared, y tanteando encontré el deseado botón, y tras pulsarlo, la habitación se iluminó aunque tímidamente. Era amplia, sin ventanas, sin más muebles que la cama en la que hacía un momento me encontraba, una cómoda que ya conocía por el tacto, y una silla junto a ella que se me antojaba desubicada, como yo. Nada me era familiar.

Me senté en la cama haciendo el máximo esfuerzo por recordar algo que me aclarase alguno de los infinitos porqués que me rondaban. Los hombres vestidos de negro volvían en turbias imágenes, otra vez un coche, de nuevo un taxi… y Ester, mi bella y amada Ester. ¿Dónde estaría ahora?

¡El móvil! ¡Recordé que tenía el teléfono en el bolsillo del abrigo! Mi abrigo…volví a mirar a mi alrededor y lo vi en el suelo junto a la silla. ¡Menos mal! Miré en el bolsillo y allí estaba…por fin, estaba salvado, aunque exactamente no supiera de qué. Lo encendí, pulsé las teclas de mi número secreto, y respiré hondo: al fin todo empezaba a tener mejor aspecto.

Busqué el teléfono de Ester en la agenda, y la llamé. Su voz me sonó amiga, cálida, deseada, al responderme “Sí, hola Fernando, ¿qué pasa? ¿qué tal estás?” Sorprendido por sus palabras indiferentes, la hablé de mi confusión, de mi desorientación, de todos y cada uno de los vacíos e interrogantes de mi mente.

Ella me dejó hablar, sin apenas pronunciar sílaba al respecto. Cuando notó que poco más tenía que decirle, y escuchó mi silencio al otro lado, comenzó a contarme una historia que tenía como protagonistas a mi tío Enrique y a mi padre, el día del funeral de mi abuelo. Me dijo que fue ayer, que todo había sucedido ayer, y que yo me desmayé en la iglesia cuando el sacerdote se confundió, y por un malentendido, dijo mi nombre y mis apellidos en lugar de los de mi difunto abuelo. Al parecer caí sobre el banco donde estaba. Mi tío y mi padre salieron fuera y llamaron a un taxi que vino a buscarme y me llevo a su casa, a casa de Ester. Ella se reía al contármelo, y al parecer no era la única, pues el malentendido convirtió el funeral en divertido. A mi pesar. Solté una carcajada. Era o único que me calmaría la angustia que aún me recorría. No sabía si seguir riendo o excusarme ante ella como si hubiera sido otro malentendido más…

«Malentendido» de Javi

«Malentendido» no vestirá nunca el cinturón de campeón del mundo del peso medio. Recuerdo cuando llegó al gimnasio, apenas alcanzaba el metro y medio, con unos gastados guantes de color rojo, tal vez heredados de su padre, y una mirada dura, como si supiera que morder era su único camino.

- Vengo a boxear –me dijo-, si es que te interesa tener un campeón contigo. Me envía Martín Moreno.

- Mercader, deja el saco y sube al ring a hacer unos guantes con el niño. Dice que vale mucho, así que bájale los humos. Si tienes que partirle la cara se la partes y listo. Nada de contemplaciones.

En unos minutos comprendí que Mercader, con veinte quilos más, apenas si le iba a rozar. «Malentendido» esquivó cada uno de los golpes y lanzó media docena de derechazos al estómago del púgil que resultaron suficientes para que Mercader se dejara caer exhausto a la lona.

- ¿Cómo te llamas?

- Manuel Manrique, como mi padre.

- Vale, pues te quedas. Y tú, Mercader, vete a casa que por hoy ya has hecho el ridículo más de lo aconsejable.

El chico presentaba habilidades innatas entre las que se contaba la agilidad y la potencia; pero golpeaba con el corazón, así que sobre todo necesitaba aprender a pegar con la cabeza. Lo hizo en poco tiempo y a los seis meses, cuando cumplió los quince estaba listo para su primer combate amateur. No lo alargó, con dos asaltos bastó: le rompió la nariz en el primero y en le segundo un violento golpe, de nuevo en la cara, le dio su primera victoria por k.o.

En las fechas que siguieron, se sucedieron las peleas con los mismos resultados. Siempre ganaba en pocos asaltos, con pocos golpes y con su contrincante sobre la lona. Consiguió convertirse en una leyenda en un par de años y debutó como boxeador profesional.


Lo que vino luego fue un camino de rosas, si se puede hablar así en esta profesión, hasta que se enamoró de mi hija. Supongo que fueron las veces que esta se pasaba por el gimnasio, las comidas en mi casa los fines de semana... Yo que sé. Enseguida vi sus miradas cruzándose y que su rendimiento bajaba: se pasaba el día distraído y cuando golpeaba no lo hacía con ninguna entrega. Su estrella declinaba. A pesar de ser su entrenador, desconocía de dónde había obtenido el coraje del que había hecho gala hasta entonces. Si quería que volviese a brillar me encontraba en la obligación de ahondar en su secreto. «Malentendido», huérfano de padre, fue enviado de por su madre a la ciudad cuando ésta ya no podía mantenerlo. La tía Margott lo acogió en su casa. La soltera Margott tuvo un pasado de cabaretera que conocía todo el barrio y que motivaba que la rehuyeran los hombres. Las malas lenguas insinuaban que no eran familia, contaban que ella lo encontró una noche de mucho frío por la calle, que él estaba tan desvalido que se le despertó el instinto maternal y se lo llevó, unos decían que a su casa y otros que a su cama. Algo de maternal tenía, es cierto, pero también lo es que ella llevaba por apellido Manrique, así que yo no me creí nunca los chismes que contaron sobre ellos. A los pocos días de llegar a la capital apareció por el gimnasio tal como he contado y su vida se convirtió exclusivamente en el boxeo. A partir de este punto yo conocía perfectamente el resto de la historia. Pocas pistas había encontrado hasta el momento, así que comencé buscando la historia de su padre, aquel Manuel Manrique, como el hijo. No tardé en averiguar que se trataba de un soldado republicano, aficionado al boxeo, que al acabar la guerra se quedó con el «maquis» por las montañas unos años y luego acabó como un «topo» enterrado bajo el pajar de su casa. Me imagino al padre escondido en el agujero del pajar y al niño preguntando dónde estará el padre. Puedo reconstruir los abusos que durante aquella época sufrió su madre en el cuartelillo y en la casa. Puedo contar cada uno de los golpes que recibió como premio a su silencio. Puedo ver como a través de una puerta entreabierta Manuel hijo contempla con odio como humillan a su madre una de tantas veces. Puedo escucharle clamar para sus adentros la venganza, mientras cada gota de su sangre se llena de un odio extremo. Tres años pasaron así hasta, que un día la guardia civil encontró el agujero en la que se escondía el padre. Puedo contemplar con horror como le sacan apuntándole con sus escopetas, encañonándole mientras le amenazan de muerte. «Malentendido» corre a abrazar a su padre, al que apenas si puede reconocer y uno de los guardias golpea al niño con la culata de su arma. La sangre mancha toda su cara, el padre intenta estirar el brazo para tocar a su hijo y un golpe del otro guardia le dobla impidiéndoselo. Se rehace y otro golpe más le insinúa hasta dónde pueden seguir con el juego. De su boca sale un sonido difícil de entender, el padre ha perdido la facultad de hablar de no usarla. El niño entiende que le dice «pelea, pelea siempre». Días después, en el escondite del pajar, encuentra los guantes de boxeo de su padre y una foto en la que puede vérsele sobre el ring, a la izquierda del árbitro mientras este le levanta su brazo en señal de vencedor. Esa era su rabia contenida de la que se había ido deshaciendo en cada una de las peleas y que yo me veía incapaz de volver a inocularle. Le hablé de su padre como última oportunidad, le dije que debía volver a encauzar ese sufrimiento y que con los guantes enfundados era el mejor.

- Te dolerá menos, Manuel.

Mirándome con indiferencia me respondió:

- A mi padre lo fusilaron en presencia de todo el pueblo, frente a la tapia del convento, y luego se llevaron su cuerpo para que no pudiéramos enterrarle. Mi madre y yo cerramos el hoyo con la tierra que traíamos a diario en nuestros puños desde donde cayó muerto. Aunque la cavidad era pequeña, apenas si cabía un hombre tumbado, tardamos mucho tiempo en rellenarla. Al final clavamos una horca en su lugar para que siempre estuviera de pie, con sus raíces en aquel agujero. Nada más, no pudimos hacer nada más. Continuar la vida, si te dejaban, eso era todo. El hambre me trajo aquí, pero ya la tengo saciada y la sangre de los demás no me ha ayudado como yo pensaba.

- Pelea, pelea siempre –dije en el último intento por motivarle-.

- No, para mí ya no tiene sentido. He asumido mi pasado inquebrantable y he encontrado en tu hija la paz que busco para el futuro. Tengo nuevas ideas en la cabeza, quiero empezar a construirme una nueva vida y sólo necesito algo de dinero. No serán muchas las peleas que me lo proporcionen. Después se terminó.


Se casaron una semana después de aquella conversación y en su noche de bodas le prometió colgar los guantes. Cuando ella le anunció el embarazo ya era otro, el hombre nuevo que me había anunciado. Salió corriendo en mi busca:

- Prepárame el último combate, el del título mundial.

La mala suerte se precipitó con aquella pela. El campeón mantenía intacta su desesperación y «Malentendido» sólo era una sombra de lo que había sido. Recibió demasiados golpes, tantos que le dejaron «sonao». A partir de aquel día cuando le hablabas podías percibir que apenas si podía mantenerte la atención, luego miraba para otro lado, a pensar en sus cosas, y no te respondía.

- ¿Me has entendido, Manuel?

- Mal entiendo lo que me dices, mal, muy mal. Escucho que me hablas, pero a la cabeza no le llega casi nada. Palabras sueltas.

Repitió tantas veces su frase que de se le quedó como mote.
Cuando nació su hija no podía sostenerla, nadie en su sano juicio le dejaría un bebé entre sus manos. Por si fuera poco mi accidente de coche me dejó postrado en esta silla de ruedas. Regresó el hambre y el fantasma de «Malentendido» subió de nuevo al cuadrilátero. Me volvió a tocar pensar en el combate de mañana una y otra vez. Hubo victorias y derrotas, años buenos y malos, pero nunca más volvieron a llamarnos para pelear por un título.


Desde mi habitación escucho a su hija preguntar a la mía:

- Mamá, cuéntame otra vez cómo ganó papá el título mundial del peso medio.

- Hace mucho tiempo, en un país lejano...