martes, marzo 15, 2005

Malentendido de Leticia

No recordaba de modo claro cómo sucedió todo. Lo último que mi mente alcanzaba a vislumbrar entre sus recónditos rincones era la voz de Ester preguntándome si la oía. Aparte de esas palabras, el resto se me tornaba difuso. El reloj, el coche, el taxi, los dos hombres de negro… no lograba enlazar sus presencias en mi vida aquella tarde.

Me incorporé con dificultad de aquella cama. Aún dudaba si era la mía. Todo estaba oscuro. Miré a la mesilla buscando el despertador que tanto me gustaba y que siempre, cuando me despertaba a medianoche, me decía la hora que era con sus números rojos que se veían en la oscuridad. No, ahí no había nada que brillase. No estaba en casa, no estaba en territorio conocido. En mi cabeza seguían sucediéndose de modo borroso imágenes inconexas entre sí. Volví a ver a Ester, esta vez sin oír su voz. Solo la veía a mi lado en un sillón amplio y cómodo. O esa era mi sensación, si es que las tenía, pues empezaba a dudar de casi todo.

A tientas busqué algún interruptor que me ayudase a aclarar el misterio en el que, desde hacía quince minutos, se había convertido mi presente, y mi pasado, sobre todo el inmediato. Toqué muebles, alcancé una pared, y tanteando encontré el deseado botón, y tras pulsarlo, la habitación se iluminó aunque tímidamente. Era amplia, sin ventanas, sin más muebles que la cama en la que hacía un momento me encontraba, una cómoda que ya conocía por el tacto, y una silla junto a ella que se me antojaba desubicada, como yo. Nada me era familiar.

Me senté en la cama haciendo el máximo esfuerzo por recordar algo que me aclarase alguno de los infinitos porqués que me rondaban. Los hombres vestidos de negro volvían en turbias imágenes, otra vez un coche, de nuevo un taxi… y Ester, mi bella y amada Ester. ¿Dónde estaría ahora?

¡El móvil! ¡Recordé que tenía el teléfono en el bolsillo del abrigo! Mi abrigo…volví a mirar a mi alrededor y lo vi en el suelo junto a la silla. ¡Menos mal! Miré en el bolsillo y allí estaba…por fin, estaba salvado, aunque exactamente no supiera de qué. Lo encendí, pulsé las teclas de mi número secreto, y respiré hondo: al fin todo empezaba a tener mejor aspecto.

Busqué el teléfono de Ester en la agenda, y la llamé. Su voz me sonó amiga, cálida, deseada, al responderme “Sí, hola Fernando, ¿qué pasa? ¿qué tal estás?” Sorprendido por sus palabras indiferentes, la hablé de mi confusión, de mi desorientación, de todos y cada uno de los vacíos e interrogantes de mi mente.

Ella me dejó hablar, sin apenas pronunciar sílaba al respecto. Cuando notó que poco más tenía que decirle, y escuchó mi silencio al otro lado, comenzó a contarme una historia que tenía como protagonistas a mi tío Enrique y a mi padre, el día del funeral de mi abuelo. Me dijo que fue ayer, que todo había sucedido ayer, y que yo me desmayé en la iglesia cuando el sacerdote se confundió, y por un malentendido, dijo mi nombre y mis apellidos en lugar de los de mi difunto abuelo. Al parecer caí sobre el banco donde estaba. Mi tío y mi padre salieron fuera y llamaron a un taxi que vino a buscarme y me llevo a su casa, a casa de Ester. Ella se reía al contármelo, y al parecer no era la única, pues el malentendido convirtió el funeral en divertido. A mi pesar. Solté una carcajada. Era o único que me calmaría la angustia que aún me recorría. No sabía si seguir riendo o excusarme ante ella como si hubiera sido otro malentendido más…