Si nos paramos a pensar, el universo está repleto de agujeros, desde los insondables de color negro hasta los de las agujas de coser donde habitan camellos, los ojales de una camisa, o aquellos en los que se introduce la hebilla de un cinturón o los cordones de un par de zapatillas de deporte. El propio cuerpo humano está poblado de orificios, todos ellos con una finalidad concreta. Intentemos imaginar una nariz sin agujeros, un vientre sin ombligo, unas orejas planas. Sin agujeros no habría excrementos ni sexo ni forma alguna de manutención.
Los tocadiscos quedarían obsoletos; las muñecas de famosa ya no cantarían al llegar al portal; no habría bolsos ni derivados; no pediríamos dos donuts, por favor; la velocidad en las carreteras no estaría limitada y los recién casados no llevarían alianza. El alfabeto se vería reducido considerablemente; ningún profesor podría calificar con un cero y en los partidos, los marcadores señalarían al menos un tanto por equipo. No permitirían a los pilotos que sus aviones atravesaran las nubes ni viajaríamos en trenes subterráneos; y las hormigas y los topos tendrían que mudarse a la superficie. Tampoco nos descompondríamos bajo la tierra al morir, con lo que una cultura entera se borraría como se borra el lápiz del papel. Lo más divertido sería ver rebotar las balas en los cuerpos de sus víctimas sin dejarles más que una leve marca inofensiva como recuerdo de un intento fallido. Sería como jugar a la guerra en el patio del colegio. Sin agujeros no habría vida y sin vida no habría nada. La nada es un enorme agujero donde cabe todo.
Pero, por encima de los casos más o menos prácticos de un agujero, destaca uno en particular, convirtiéndose en mi opinión en el más original, por curioso y por inútil: el agujero de las aceitunas desprovistas de corazón, también llamado hueso.
Lo primero que me viene a la cabeza cuando las veo es por qué, cuándo y quién tuvo la feliz idea de vaciarlas. Me imagino uno de esos incansables inventores chinos que viven por y para hacernos creer que algo inservible es y será siempre desde su salida al mercado, un objeto completamente imprescindible. Luego pienso en que alguien con mucho dinero y una madre con problemas dentales patentó las olivas huecas por amor filial y como estrategia mercantil, matando así dos pájaros de un tiro.
Cuando ya he despejado –o eso creo– la incógnita anterior, me hago la pregunta más difícil (todavía), que aún ahora que escribo estas líneas permanece sin respuesta: ¿cómo diablos lo hacen? ¿Son máquinas las que toman con delicados ganchos una a una todas las aceitunas de un cesto y las van depositando cuidadosamente, tras extraer el hueso, en envases de plástico, botes de cristal o latas abre fácil? ¿O es acaso que en lugar de desprenderse de las ramas de los olivos salen vacías de los gigantescos maceteros dispuestos en filas según sean verdes o negras?
Para rizar el rizo, en las repisas de los supermercados nunca faltan las rellenas, gran hallazgo a mi juicio y aún más difícil de comprender si cabe. Las anchoas se llevan el oro por una cuestión de antigüedad. De cerca le siguen el pimiento rojo, el del piquillo, el pimentón (pi pi pi), el pepinillo, la guindilla, y poco a poco va haciéndose hueco el queso. No tengo palabras. Retorna presta a mi mente la duda iniciática, de qué cabeza salen semejantes ideas, pues está claro que el porqué ya está claro: hoy día rellenar está de moda.