«Malentendido» no vestirá nunca el cinturón de campeón del mundo del peso medio. Recuerdo cuando llegó al gimnasio, apenas alcanzaba el metro y medio, con unos gastados guantes de color rojo, tal vez heredados de su padre, y una mirada dura, como si supiera que morder era su único camino.
- Vengo a boxear –me dijo-, si es que te interesa tener un campeón contigo. Me envía Martín Moreno.
- Mercader, deja el saco y sube al ring a hacer unos guantes con el niño. Dice que vale mucho, así que bájale los humos. Si tienes que partirle la cara se la partes y listo. Nada de contemplaciones.
En unos minutos comprendí que Mercader, con veinte quilos más, apenas si le iba a rozar. «Malentendido» esquivó cada uno de los golpes y lanzó media docena de derechazos al estómago del púgil que resultaron suficientes para que Mercader se dejara caer exhausto a la lona.
- ¿Cómo te llamas?
- Manuel Manrique, como mi padre.
- Vale, pues te quedas. Y tú, Mercader, vete a casa que por hoy ya has hecho el ridículo más de lo aconsejable.
El chico presentaba habilidades innatas entre las que se contaba la agilidad y la potencia; pero golpeaba con el corazón, así que sobre todo necesitaba aprender a pegar con la cabeza. Lo hizo en poco tiempo y a los seis meses, cuando cumplió los quince estaba listo para su primer combate amateur. No lo alargó, con dos asaltos bastó: le rompió la nariz en el primero y en le segundo un violento golpe, de nuevo en la cara, le dio su primera victoria por k.o.
En las fechas que siguieron, se sucedieron las peleas con los mismos resultados. Siempre ganaba en pocos asaltos, con pocos golpes y con su contrincante sobre la lona. Consiguió convertirse en una leyenda en un par de años y debutó como boxeador profesional.
Lo que vino luego fue un camino de rosas, si se puede hablar así en esta profesión, hasta que se enamoró de mi hija. Supongo que fueron las veces que esta se pasaba por el gimnasio, las comidas en mi casa los fines de semana... Yo que sé. Enseguida vi sus miradas cruzándose y que su rendimiento bajaba: se pasaba el día distraído y cuando golpeaba no lo hacía con ninguna entrega. Su estrella declinaba. A pesar de ser su entrenador, desconocía de dónde había obtenido el coraje del que había hecho gala hasta entonces. Si quería que volviese a brillar me encontraba en la obligación de ahondar en su secreto. «Malentendido», huérfano de padre, fue enviado de por su madre a la ciudad cuando ésta ya no podía mantenerlo. La tía Margott lo acogió en su casa. La soltera Margott tuvo un pasado de cabaretera que conocía todo el barrio y que motivaba que la rehuyeran los hombres. Las malas lenguas insinuaban que no eran familia, contaban que ella lo encontró una noche de mucho frío por la calle, que él estaba tan desvalido que se le despertó el instinto maternal y se lo llevó, unos decían que a su casa y otros que a su cama. Algo de maternal tenía, es cierto, pero también lo es que ella llevaba por apellido Manrique, así que yo no me creí nunca los chismes que contaron sobre ellos. A los pocos días de llegar a la capital apareció por el gimnasio tal como he contado y su vida se convirtió exclusivamente en el boxeo. A partir de este punto yo conocía perfectamente el resto de la historia. Pocas pistas había encontrado hasta el momento, así que comencé buscando la historia de su padre, aquel Manuel Manrique, como el hijo. No tardé en averiguar que se trataba de un soldado republicano, aficionado al boxeo, que al acabar la guerra se quedó con el «maquis» por las montañas unos años y luego acabó como un «topo» enterrado bajo el pajar de su casa. Me imagino al padre escondido en el agujero del pajar y al niño preguntando dónde estará el padre. Puedo reconstruir los abusos que durante aquella época sufrió su madre en el cuartelillo y en la casa. Puedo contar cada uno de los golpes que recibió como premio a su silencio. Puedo ver como a través de una puerta entreabierta Manuel hijo contempla con odio como humillan a su madre una de tantas veces. Puedo escucharle clamar para sus adentros la venganza, mientras cada gota de su sangre se llena de un odio extremo. Tres años pasaron así hasta, que un día la guardia civil encontró el agujero en la que se escondía el padre. Puedo contemplar con horror como le sacan apuntándole con sus escopetas, encañonándole mientras le amenazan de muerte. «Malentendido» corre a abrazar a su padre, al que apenas si puede reconocer y uno de los guardias golpea al niño con la culata de su arma. La sangre mancha toda su cara, el padre intenta estirar el brazo para tocar a su hijo y un golpe del otro guardia le dobla impidiéndoselo. Se rehace y otro golpe más le insinúa hasta dónde pueden seguir con el juego. De su boca sale un sonido difícil de entender, el padre ha perdido la facultad de hablar de no usarla. El niño entiende que le dice «pelea, pelea siempre». Días después, en el escondite del pajar, encuentra los guantes de boxeo de su padre y una foto en la que puede vérsele sobre el ring, a la izquierda del árbitro mientras este le levanta su brazo en señal de vencedor. Esa era su rabia contenida de la que se había ido deshaciendo en cada una de las peleas y que yo me veía incapaz de volver a inocularle. Le hablé de su padre como última oportunidad, le dije que debía volver a encauzar ese sufrimiento y que con los guantes enfundados era el mejor.
- Te dolerá menos, Manuel.
Mirándome con indiferencia me respondió:
- A mi padre lo fusilaron en presencia de todo el pueblo, frente a la tapia del convento, y luego se llevaron su cuerpo para que no pudiéramos enterrarle. Mi madre y yo cerramos el hoyo con la tierra que traíamos a diario en nuestros puños desde donde cayó muerto. Aunque la cavidad era pequeña, apenas si cabía un hombre tumbado, tardamos mucho tiempo en rellenarla. Al final clavamos una horca en su lugar para que siempre estuviera de pie, con sus raíces en aquel agujero. Nada más, no pudimos hacer nada más. Continuar la vida, si te dejaban, eso era todo. El hambre me trajo aquí, pero ya la tengo saciada y la sangre de los demás no me ha ayudado como yo pensaba.
- Pelea, pelea siempre –dije en el último intento por motivarle-.
- No, para mí ya no tiene sentido. He asumido mi pasado inquebrantable y he encontrado en tu hija la paz que busco para el futuro. Tengo nuevas ideas en la cabeza, quiero empezar a construirme una nueva vida y sólo necesito algo de dinero. No serán muchas las peleas que me lo proporcionen. Después se terminó.
Se casaron una semana después de aquella conversación y en su noche de bodas le prometió colgar los guantes. Cuando ella le anunció el embarazo ya era otro, el hombre nuevo que me había anunciado. Salió corriendo en mi busca:
- Prepárame el último combate, el del título mundial.
La mala suerte se precipitó con aquella pela. El campeón mantenía intacta su desesperación y «Malentendido» sólo era una sombra de lo que había sido. Recibió demasiados golpes, tantos que le dejaron «sonao». A partir de aquel día cuando le hablabas podías percibir que apenas si podía mantenerte la atención, luego miraba para otro lado, a pensar en sus cosas, y no te respondía.
- ¿Me has entendido, Manuel?
- Mal entiendo lo que me dices, mal, muy mal. Escucho que me hablas, pero a la cabeza no le llega casi nada. Palabras sueltas.
Repitió tantas veces su frase que de se le quedó como mote.
Cuando nació su hija no podía sostenerla, nadie en su sano juicio le dejaría un bebé entre sus manos. Por si fuera poco mi accidente de coche me dejó postrado en esta silla de ruedas. Regresó el hambre y el fantasma de «Malentendido» subió de nuevo al cuadrilátero. Me volvió a tocar pensar en el combate de mañana una y otra vez. Hubo victorias y derrotas, años buenos y malos, pero nunca más volvieron a llamarnos para pelear por un título.
Desde mi habitación escucho a su hija preguntar a la mía:
- Mamá, cuéntame otra vez cómo ganó papá el título mundial del peso medio.
- Hace mucho tiempo, en un país lejano...