lunes, abril 18, 2005

Una tarde cualquiera de Javi

Una tarde cualquiera se pueden extender los deseos hasta más allá del cercano límite de los dedos; pensar por un momento que son tangibles los sueños. Sólo hay que apostar contra uno mismo para poder ganar y perder a un mismo tiempo.

Una tarde cualquiera, por encima de los tejados, vuelan las palomas. Una de ellas, tal vez la más perezosa, incapaz de subir tan alto, se detiene en el alféizar de una ventana. Revolotea un instante mientras observa una maceta; picotea algunas hojas y al irse deja solo a un hombre frente a una mesa. «Escribo versos de plata» nos diría si pudiésemos escucharle. En realidad es tan solo un idealista que se ha enamorado y que entretiene su tiempo en «componer» lo que no está descompuesto. Arregla el mundo malgastando las palabras. «Luz de mi vida/ que sin ti se escarcha/ vacía...». El hombre -el muchacho en realidad- malvive así la esperanza de lo que va a comenzar. Pasea unos sentimientos que espera le satisfagan sin preguntarse qué está dispuesto a entregar a cambio. «Dulce María, esta noche estás más lejos que nunca, enredada por trampas que te tienden los demás, sin saber que yo te espero a cada instante. Suena mi puerta y corro hacia ella. No eras tú, ya lo sabes. Tal vez mañana, con tus delicadas manos, pulses mi timbre y al abrir me encuentre ante tus ojos. Dulce mirada que nos conduce a las bocas, entrechocar de labios que se abren para entrecruzar nuestras lenguas». La carta sigue así hasta la eternidad. El muchacho levanta la vista, por un instante cree ver pompas de jabón que se escapan del piso de abajo.

En realidad no sabe lo que allí ocurre: dos amantes corretean desnudos. Ella juega con una máquina de hacer pompas. Se detienen, ella sopla, se ríen y comienzan de nuevo las carreras. Tres pompas más allá el hombre la cogerá de la cintura y la acercará hasta su boca. Será un beso corto, como paladeando la intensidad de sus necesidades. Ella le acariciará el pene rodeándolo con su mano. Las caricias y los besos les conducen a una cama deshecha durante días: el campo de batalla. Llevan dos semanas así, aprovechando cada minuto del día porque saben que el tiempo drena todos los lagos. La lengua baja por la espalda de ella, buscando un regusto a sal mientras transmite un deseo húmedo. Luego hablan sus manos, tanto como sus ojos. Se desgastan mutuamente en los abrazos previos a la penetración. Comienza un festival de gritos mezclados con susurros. La ventana está abierta, no corre el aire, ni una leve brisa que les seque el sudor.

Al frente, otro piso, otra historia. No presenta nada extraño a primera vista. Sin embargo, aún está caliente el impulso que ha cerrado la puerta. Las horas de amor han pasado. Si quisiéramos abrir el cajón de la cómoda del dormitorio encontraríamos una foto de familia, en ella aparecen los tres -papá y mamá que ya no se quieren y el niño que ha escuchado durante los últimos dos meses todas las disputas-. Ella estaba cansada de llorar, por eso ha cerrado la puerta para no volver. No pueden soportarse más. El niño volverá del colegio y no podrá entrar. Pasarán las horas hasta que llegue su padre de su cansado trabajo de ejecutivo siempre en ciernes para otro ascenso que ya no llega. Se miraran buscando excusas a los que los dos ya conocen.

Cae a plomo el sol de mediodía fuera y en el descansillo de la escalera encontramos un hombre fumando. Es el autor del relato que mide la ceniza contra la distancia del humo que expulsa. Una bocanada más, luego arroja la colilla que rebota unos peldaños más abajo antes de caer por el hueco de la escalera irremediablemente. El cigarro se pierde, como su mirada, descendiendo. Recoge la cajetilla y el mechero usando toda la lentitud que le queda. Al volverse la vida de una tarde cualquiera vuelve con el impulso de antaño. Se acaricia la barbilla, apurando los ángulos de su cara. Algunos pelos están crecidos y al pasar sobre ellos le hieren las yemas de los dedos. Un leve pinchazo y piensa en sus personajes, en el movimiento aleatorio que los conduce desde la felicidad a la desdicha. Rige con fuerza sus destinos, como si se tratasen de conejillos de indias; aprieta gargantas para vencer el tedio, pero sobre todo elige de entre todas las hipótesis la verdadera: el camino que sólo él sabe a dónde nos dirige.