A lo lejos se escuchan los aviones. Un pequeño zumbido al principio, nada más. El sentimiento de que todo esta decidido y que esta noche será la última empieza a cundir dentro de la trinchera. Pronto llega la evidencia: el zumbido se hace ensordecedor y a la vista aparecen tres bombarderos. Un instante más y veo abrirse las trampillas del primero, me echo las manos a la cabeza para dominarme y presiento la muerte. Las bombas empezarán a caer al siguiente instante. Una inmensa mano abierta gobierna mis últimos pensamientos, llenando mi cabeza, abotargándome. Puede parecerme una mano cualquiera, pero no son momentos de engaños:
Mi padre murió en una disputa dentro de un bar con mi tío. Apenas si tenía cuatro años y no puedo recordar demasiado, pero mi madre no se cansó de contarme centenares de veces que mi tío echo sus manos al cuello de mi padre y apretó hasta acabar con su vida. Desde aquella noche nuestra vida cambió. Mi tío se hizo cargo de nosotros, especialmente de mi madre con la que compartió cama durante toda mi infancia. Recuerdo sus manos ásperas partiendo el pan y la sonrisa condescendiente con la que me miraba. Recuerdo los golpes que me daba por todo. Recuerdo su mano abierta sobre el rostro de mi madre. Seis años de lágrimas que mi madre fue contando día a día como si de una condena se tratara. Nos fugamos una noche, da lo mismo cual. Abandonamos la casa con una pequeña maleta en la que llevamos una muda y cuatro cuartos que pudimos robarle a mi tío. No sé que pensaría cuando despertó de su borrachera, pero para entonces ya estábamos lejos ayudados por un hombre desconocido para mí que se tomaba las mismas libertadas con mi madre que el otro. Otra mano abierta tapando la boca de ella cada vez que me hacía carantoñas, alejándola de mí. A esa siguieron otras, muchas manos, un ejercito, y hombres desnudos a todas horas. Las manos sobre su cuerpo, aquí y allí, y las bofetadas, y las lágrimas y volver a empezar. Los pobres no tenemos patria, sólo nuestra cruda realidad.
Llegó la guerra y si nos resultaba difícil conseguir algo que llevarnos a la boca antes, más aún con la nueva situación. Aparecieron las manos represoras movidas por la Iglesia. La conducta moral de mi madre chocaba a todas horas y en todos los sitios con los brazos en oración de las devotas. Un escarmiento tras otro marcado en nuestros rostros con la señal de la mano, el suyo por puta, el mío por hijo de puta. Mi madre no sobrevivió a una de tantas tardes en el cuartelillo. Yo huí, crucé la frontera y me alisté. Nada tenía.
Manos amigas por primera vez me dieron un fusil y me enseñaron a disparar. Mil balas hubiera deseado tener para borrar cada una de las manos que señalaron mi camino hasta este último instante. Defendí la tierra que tenía negada como si fuese de todos, aprendí a ser útil por primera vez dentro de una guerra fraticida. Sentí por primera vez anoche: una mujer del pueblo y su mano abierta acariciándome la cara mientras hacíamos el amor. No entendí sus intenciones, ni mi suerte, o la suya. Los motivos se me escapan, tal vez necesidad, o lástima. No fuimos concretos; no había tiempo, sólo premura y precipitación. No cruzamos una sola palabra de amor. No sé su nombre, ni recuerdo el color de sus ojos, pero sus largos dedos blanquecinos, sin apenas fuerza por el hambre, recorren mi rostro mientras espero la muerte. Tal vez sean ellos los que me cierren los ojos, sino he volado por los aires repartido en pedazos.