viernes, abril 22, 2005

Conejillos de Indias de Mireya

Me acababan de echar de la editorial y en la nevera no quedaba más que medio pimiento verde y unos filetes de pollo cuya fecha de caducidad coincidía curiosamente con la del despido. Sentí al mirar la etiqueta cómo el mundo entero se confabulaba contra mí, y mientras freía los filetes caducados con el despojo del pimiento italiano dejé de pensar más allá de la sartén y del mango y del aceite tantas veces reciclado y conseguí, por primera vez en mucho tiempo, pensar en blanco.

Cuando la comida hubo franqueado todas las puertas previas al estómago introduje la mano izquierda en el bolsillo del pantalón -la derecha sujetaba el cepillo de dientes- y saqué el tesoro para verlo mejor. Un raído billete de 10 euros, dos monedas de un euro, unos cuantos céntimos y el envoltorio de un caramelo sin azúcar era todo lo que tenía, aparte del finiquito y lo que me quisieran dar por el mes escaso de trabajo. Mi vida estaba tan desierta de alicientes como el electrodoméstico que había conservado hasta ese momento lo que habría de ser mi última cena. Cogí las llaves y salí a dar un paseo.

En muchas películas, el protagonista encuentra la solución a sus problemas caminando por una avenida con la suave brisa azotando los sauces mientras suena de fondo una balada noventera cantada por algún hijoputa montado en el dólar. Está de moda la autocomplacencia. Exceptuando que en mi caso los sauces eran farolas, la suave brisa se convertía de pronto en un viento huracanado y en lugar de música se oía de lejos el grito de un tullido suplicando la empatía de los viandantes -dios santo, ¿cómo puede pretender que andemos sin piernas?- yo también encontré el remedio a mis preocupaciones. Ahí estaba, frente a mí, escrutándome con sus ojitos tricolor, deseoso de un silbido o una palmada para emprender la marcha hacia su nuevo amo.

Supe al momento que alguien le había tendido una trampa, y que sin duda era la misma persona que me la había tendido a mí. Si los dos caminos se cruzaban no era por casualidad ni por obra del destino o del espíritu santo. Éramos conejillos de indias, víctimas de una broma pesada cuyo artífice, quisiéramos o no, había decidido la jugada por nosotros. Ahora me tocaba llamarlo, agacharme al verlo llegar y acariciarle el lomo; llevarlo al parque y luego a casa y comprarle un collar y algo de comer.

Lo que la mano negra que había movido nuestras fichas desconocía era que prefería con creces mi nueva vida vagando por las calles en compañía de un perro vagabundo a tener que ver en sueños la sala gris y a mí en su interior ante el texto de algún escritorcillo polaco venido a menos. Lo que tampoco sabía el observador de la madriguera es que los conejos, como demostró Carroll, no tenemos tiempo que perder. Mi lazarillo, cojo, sordo y medio calvo, ganó el primer premio del concurso de canes hambrientos en Sartalejo, Cáceres, bajo la solanera estival hace ya tres años, y desde entonces no nos ha faltado nada. Quizá no llegue nunca el día de volver a cocinar algo pasado de fecha.