martes, abril 26, 2005

Mal carácter de Iurdana









Red de Metro de Madrid
Avda. Cuatro Caminos, s/n
28705 Madrid
Armando Bulla Paké
C/ Nubla,2 9ºB
28600 Madrid
 Madrid, a 27 de Abril de 2005

Exestimado Comité Directivo del Servicio Público de la Red de Metro de Madrid,

Me dirijo a ustedes en relación a un muy fastidioso suceso que se ha venido repitiendo en los últimos meses dentro de su empresa pública; y como tengo entendido que en este tipo de escritos el primer párrafo es una mera presentación del tema, les enuncio el titular “el mal carácter que me entra cuando me pisan en el metro” para pasar a informarles con más detalle, sobre mi enojo e indignación y mi resoluta indemnización.

Desde hace unos meses (en concreto de Enero de 2005 hasta hoy, 27 de Abril de 2005), en la línea cinco (la verde)- la cual por cierto necesita muchas mejoras para llegar a dar la calidad y servicio de su doble (la línea 10)- clientes suyos han violado mi espacio, y por tanto mis derechos como ciudadano de a pie (porque si tuviera coche, desde luego que no utilizaría su pésimo servicio metroviario), llegando a veces hasta pisarme durante más de tres minutos seguidos.

Este hecho ha propiciado mi vuelta al psicoanalista, con todo lo que ello supone: gastos de consulta, utilización masiva de su asqueroso servicio, contacto con sus irrespetuosos clientes, compra mensual de calzado, y un largo etcétera que incluye trastornos psicológicos de recaída y daños físicos como ampollas y juanetes en ambos pies.

Por tanto, y cambiando de párrafo para terminar, les ruego, se pongan en contacto conmigo (o en su defecto con mi abogado Gastón) para tramitar el pago de los honorarios de mi psicóloga, la diferencia económica que supone el cambio de abono trasporte de la zona A a la B (pues la consulta esta en Collado Villalba) y los tickets de compra de todos los pares de zapatos desde Enero hasta Abril.

Por último destacar que estoy bastante indignado y que no saben el cabreo que me entra cuando me pisan mi escaso metro cuadrado personal.

Sin más que añadir, se despide






Armando Bulla Paké
(directivo de una empresa influyente)

viernes, abril 22, 2005

Conejillos de Indias de Mireya

Me acababan de echar de la editorial y en la nevera no quedaba más que medio pimiento verde y unos filetes de pollo cuya fecha de caducidad coincidía curiosamente con la del despido. Sentí al mirar la etiqueta cómo el mundo entero se confabulaba contra mí, y mientras freía los filetes caducados con el despojo del pimiento italiano dejé de pensar más allá de la sartén y del mango y del aceite tantas veces reciclado y conseguí, por primera vez en mucho tiempo, pensar en blanco.

Cuando la comida hubo franqueado todas las puertas previas al estómago introduje la mano izquierda en el bolsillo del pantalón -la derecha sujetaba el cepillo de dientes- y saqué el tesoro para verlo mejor. Un raído billete de 10 euros, dos monedas de un euro, unos cuantos céntimos y el envoltorio de un caramelo sin azúcar era todo lo que tenía, aparte del finiquito y lo que me quisieran dar por el mes escaso de trabajo. Mi vida estaba tan desierta de alicientes como el electrodoméstico que había conservado hasta ese momento lo que habría de ser mi última cena. Cogí las llaves y salí a dar un paseo.

En muchas películas, el protagonista encuentra la solución a sus problemas caminando por una avenida con la suave brisa azotando los sauces mientras suena de fondo una balada noventera cantada por algún hijoputa montado en el dólar. Está de moda la autocomplacencia. Exceptuando que en mi caso los sauces eran farolas, la suave brisa se convertía de pronto en un viento huracanado y en lugar de música se oía de lejos el grito de un tullido suplicando la empatía de los viandantes -dios santo, ¿cómo puede pretender que andemos sin piernas?- yo también encontré el remedio a mis preocupaciones. Ahí estaba, frente a mí, escrutándome con sus ojitos tricolor, deseoso de un silbido o una palmada para emprender la marcha hacia su nuevo amo.

Supe al momento que alguien le había tendido una trampa, y que sin duda era la misma persona que me la había tendido a mí. Si los dos caminos se cruzaban no era por casualidad ni por obra del destino o del espíritu santo. Éramos conejillos de indias, víctimas de una broma pesada cuyo artífice, quisiéramos o no, había decidido la jugada por nosotros. Ahora me tocaba llamarlo, agacharme al verlo llegar y acariciarle el lomo; llevarlo al parque y luego a casa y comprarle un collar y algo de comer.

Lo que la mano negra que había movido nuestras fichas desconocía era que prefería con creces mi nueva vida vagando por las calles en compañía de un perro vagabundo a tener que ver en sueños la sala gris y a mí en su interior ante el texto de algún escritorcillo polaco venido a menos. Lo que tampoco sabía el observador de la madriguera es que los conejos, como demostró Carroll, no tenemos tiempo que perder. Mi lazarillo, cojo, sordo y medio calvo, ganó el primer premio del concurso de canes hambrientos en Sartalejo, Cáceres, bajo la solanera estival hace ya tres años, y desde entonces no nos ha faltado nada. Quizá no llegue nunca el día de volver a cocinar algo pasado de fecha.

miércoles, abril 20, 2005

Jumanji de Iurdana

Familia,

A veces cuando de repente aparezco en un sitio, me pregunto qué coño hago allí, qué fuerza interna o externa me ha impulsado a dejarlo todo y salir corriendo hacia ese lugar, teniendo que empezar mi vida otra vez de cero... con las veces que lo he hecho, ahora siento que en vez de empezar mi vida desde cero, la empiezo desde un millón. Que es lo mismo pero suena como más enriquecedor ¿No?


Confieso que al principio lo disfrutaba porque era impulsiva, pasional, aventurera y llena de energía dispuesta a comerse al mundo por las patas... confirmando así lo que mis colegas Chinos contaban en su horóscopo; de que la mua era serpiente. Y tras analizar, comparar y estudiar los pros y contras de ser reptil, llegué a la conclusión de que podía merecer la pena creerlo. Aunque yo, si he de ser sincera, me veo más de gata que de serpiente, la verdad, y como no me puedo quedar con las ganas de corroborar algo (eso es muy felino...) la duda me hizo volver a desaparecer del lugar en el que me encontraba (un acto rápido, sutil, que confirma mi naturaleza reptil) y me trajo hasta Alicante, donde se me informó que ahora soy rata... ¡Hasta que cumpla setenta y dos años! Y después seré no sé qué... pero no serpiente, ni rata. Para colmo ojeé el programa que decía todo esto y añadía que soy serpiente de año, pero que durante mi concepción fui tigre ( o tigresa, para aquellos que no me conozcan), perra por la hora, gallo por el día (que nací), cerda por el mes y mona de por vida... total que ahora no sé qué creer porque a todo este mejunje se me suma mi propia creencia de que cada uno/a tenemos un tótem, un animal con el cual nos sentimos identificados, y que no tiene nada que ver con esta filosofía oriental. Bueno, a lo mejor sí porque yo fui tigre en la concepción, al comienzo de todo y mi tótem es gata... ambos felinos... bah, no sé.


¿Sabéis qué? Voy a confiar en mi intuición, que raras veces me falla y que no sé de qué naturaleza animal- de tantas- me viene, y me voy a creer que al final somos todos conejos, pero no de los Chinos colegas sino de conejos de Indias y que una fuerza superior, nombrada por mil culturas- ésa que a mí me trae y me lleva a su antojo- juega con nosotros/as como si fuéramos piezas y el mundo un tablero a sus pies. Y que a veces un movimiento depende de nuestro instinto animal y otras... pfff, de una simple tirada de dados. Y por Dios que este Jumanji divino (y no cinematográfico) sea para mejor...


Que así sea.


Ah, por cierto... ¿Puedo pedir comodín del público?

lunes, abril 18, 2005

Una tarde cualquiera de Javi

Una tarde cualquiera se pueden extender los deseos hasta más allá del cercano límite de los dedos; pensar por un momento que son tangibles los sueños. Sólo hay que apostar contra uno mismo para poder ganar y perder a un mismo tiempo.

Una tarde cualquiera, por encima de los tejados, vuelan las palomas. Una de ellas, tal vez la más perezosa, incapaz de subir tan alto, se detiene en el alféizar de una ventana. Revolotea un instante mientras observa una maceta; picotea algunas hojas y al irse deja solo a un hombre frente a una mesa. «Escribo versos de plata» nos diría si pudiésemos escucharle. En realidad es tan solo un idealista que se ha enamorado y que entretiene su tiempo en «componer» lo que no está descompuesto. Arregla el mundo malgastando las palabras. «Luz de mi vida/ que sin ti se escarcha/ vacía...». El hombre -el muchacho en realidad- malvive así la esperanza de lo que va a comenzar. Pasea unos sentimientos que espera le satisfagan sin preguntarse qué está dispuesto a entregar a cambio. «Dulce María, esta noche estás más lejos que nunca, enredada por trampas que te tienden los demás, sin saber que yo te espero a cada instante. Suena mi puerta y corro hacia ella. No eras tú, ya lo sabes. Tal vez mañana, con tus delicadas manos, pulses mi timbre y al abrir me encuentre ante tus ojos. Dulce mirada que nos conduce a las bocas, entrechocar de labios que se abren para entrecruzar nuestras lenguas». La carta sigue así hasta la eternidad. El muchacho levanta la vista, por un instante cree ver pompas de jabón que se escapan del piso de abajo.

En realidad no sabe lo que allí ocurre: dos amantes corretean desnudos. Ella juega con una máquina de hacer pompas. Se detienen, ella sopla, se ríen y comienzan de nuevo las carreras. Tres pompas más allá el hombre la cogerá de la cintura y la acercará hasta su boca. Será un beso corto, como paladeando la intensidad de sus necesidades. Ella le acariciará el pene rodeándolo con su mano. Las caricias y los besos les conducen a una cama deshecha durante días: el campo de batalla. Llevan dos semanas así, aprovechando cada minuto del día porque saben que el tiempo drena todos los lagos. La lengua baja por la espalda de ella, buscando un regusto a sal mientras transmite un deseo húmedo. Luego hablan sus manos, tanto como sus ojos. Se desgastan mutuamente en los abrazos previos a la penetración. Comienza un festival de gritos mezclados con susurros. La ventana está abierta, no corre el aire, ni una leve brisa que les seque el sudor.

Al frente, otro piso, otra historia. No presenta nada extraño a primera vista. Sin embargo, aún está caliente el impulso que ha cerrado la puerta. Las horas de amor han pasado. Si quisiéramos abrir el cajón de la cómoda del dormitorio encontraríamos una foto de familia, en ella aparecen los tres -papá y mamá que ya no se quieren y el niño que ha escuchado durante los últimos dos meses todas las disputas-. Ella estaba cansada de llorar, por eso ha cerrado la puerta para no volver. No pueden soportarse más. El niño volverá del colegio y no podrá entrar. Pasarán las horas hasta que llegue su padre de su cansado trabajo de ejecutivo siempre en ciernes para otro ascenso que ya no llega. Se miraran buscando excusas a los que los dos ya conocen.

Cae a plomo el sol de mediodía fuera y en el descansillo de la escalera encontramos un hombre fumando. Es el autor del relato que mide la ceniza contra la distancia del humo que expulsa. Una bocanada más, luego arroja la colilla que rebota unos peldaños más abajo antes de caer por el hueco de la escalera irremediablemente. El cigarro se pierde, como su mirada, descendiendo. Recoge la cajetilla y el mechero usando toda la lentitud que le queda. Al volverse la vida de una tarde cualquiera vuelve con el impulso de antaño. Se acaricia la barbilla, apurando los ángulos de su cara. Algunos pelos están crecidos y al pasar sobre ellos le hieren las yemas de los dedos. Un leve pinchazo y piensa en sus personajes, en el movimiento aleatorio que los conduce desde la felicidad a la desdicha. Rige con fuerza sus destinos, como si se tratasen de conejillos de indias; aprieta gargantas para vencer el tedio, pero sobre todo elige de entre todas las hipótesis la verdadera: el camino que sólo él sabe a dónde nos dirige.

domingo, abril 17, 2005

Conejillos de indias de Borja

Me gustan las verdes. No saben a nada, pero se tragan más fácil que las blancas. Las blancas a veces se me pegan en el fondo de la garganta y entonces hay que dar sorbos con fuerza para que vayan pasando, poquito a poco. Apenas me quitan el dolor de las sienes.

Los polvos saben amargos y me dan sueño. Yo no me quiero dormir.

Prefiero las verdes.


La habitación tiene solamente una cama. No es nada cómoda pero eso a mí me viene bien porque así me mantengo despierto. Cuando me duermo pasan cosas malas. Sueño de color rojo y no conservo recuerdos. Los recuerdos me ayudan a saber quién soy.

Una vez desperté atado. Las correas estaban bien sujetas a mis muñecas y tobillos. Me mantenían en aspa, inmóvil, tumbado en la cama. La cabeza me dolía como si la habitara una lombriz. Sólo veía por un ojo.

La habitación tiene también una ventana por la que se ve el campo hasta la línea del horizonte. No hay árboles y eso a veces me pone un poco triste. También me entristece el patio de la izquierda. En el suelo hay gravilla y cuando la gente lo cruza hace ruidos espantosos, como un bicho royendo un hueso. Alguna vez he tenido pesadillas. La gente desaparece por un ángulo que no alcanzo a ver. No vuelven a menudo.

A la derecha hay un cementerio. Tiene paredes hechas de piedras grandes y redondas con un musgo verdoso que se adivina desde aquí. Entre ellas trabaja un hombre encorvado de tanto mirar en el interior de la tierra. Lleva una pala que clava en el suelo cuando se sienta a descansar. Luego se deja rodear por los cuervos. Cuando reanuda el trabajo los cuervos le molestan un poco y por eso los aparta amagando puntapiés. Pero le gustan en el fondo (como a mí), se sabe porque en el último momento detiene el golpe y empuja a las aves suavemente con la punta del zapato. Ellas dan un salto, un par de aleteos gandules, y van a posarse dos metros más allá. Después le observan mientras cava agujeros.

Tarda muchos días en abrir uno del todo. Sólo está terminado cuando unos hombres sacan el cajón rechinando por el patio, y se lo llevan a él. Resoplan mucho. Con un par de cuerdas lo bajan y desaparece dentro de otro ángulo al que no llego.

Luego se vuelve al agujero. Siempre tarda mucho menos en rellenarlo.


Algunos días viene a verme un hombre con gafas y bata blanca. Me hace preguntas mientras se rasca las patillas con cuatro dedos. Apunta cosas con pequeños garabatos en una libreta. Una vez pude verlos porque me la dejó junto a un lapicero. Me dijo que escribiera en ella lo primero que me viniera a la mente. Parecía nervioso y el flequillo se le pegaba en la frente. Yo miré el lápiz muy de cerca para ver si estaba afilado. Por un ojo no veía. El hombre se abalanzó sobre mí, sujetándome por la muñeca, y me gritó que no lo hiciera. No recuerdo mucho más. A veces sueño cosas rojas y confusas que me dan un poco de miedo.

A menudo despierto y solamente veo por un ojo. El dolor en las sienes es más intenso y le cojo manía a los polvos que me han hecho dormir. Prefiero las pastillas verdes.


Al principio no he visto a los cuervos pero después me he fijado en que volaban en círculos cada vez más cerrados. Uno se ha posado en mi ventana. El agujero parece a punto, hay un gran montón de tierra en un lado y la pala bien clavada como un árbol esmirriado y recto. Me gusta el cementerio. Se oyen pasos. Tengo un poco de sueño.

domingo, abril 10, 2005

Tercera vía de María

¿Playa o montaña? ¿Verano o invierno? ¿Zapato o zapatilla? Al principio uno de nuestros juegos favoritos había consistido en elegir entre dos opciones sin apenas darnos tregua. Si aquella especie de obsesión compartida nos ayudó a conocernos mejor o tan solo a parecer más brillantes a los ojos del otro, no podría afirmarlo ni siquiera hoy. ¿Dentro o fuera? ¿Blanco o negro? ¿Arriba o abajo? No valía quedarse indiferente. De hecho, nada nos repugnaba más que la apatía, las medias tintas, la mediocridad: esa falta de entusiasmo de tantos indecisos al borde de la nada. Lo de menos era encontrar una explicación cabal para nuestros veredictos. Lo que de verdad importaba eran las chispas de ingenio y complicidad que saltaban entre los dos en medio de las asociaciones más inesperadas.¿Corona o laurel? ¿Trinchera o campo abierto? ¿Crucifijo o letanía?

Ni siquiera la política, o eso que llaman religión, por no hablar de ciertas comparaciones odiosas entre parientes y otros allegados, lograron hacer mella en nuestro malabarismo de manos abiertas. Hasta que, en pleno delirio, surgió una insignificancia: ¿Con o sin hueso? Yo me refería las aceitunas. A partir de aquel día, cesó el juego; todavía sigo preguntándome el motivo real.¿Qué tipo de malentendido era aquél? Pues, entrenados como estábamos para dar rienda suelta sin miedo a nuestras intuiciones, la propuesta inocente precipitó una marabunta de reproches que parecían venir de otra parte. Que si ya estaba bien de oposiciones binarias elementales que no reflejaban la realidad, que si el mundo era mucho más complejo que eso, que qué empeño por volver las cosas del revés. Al parecer, lo del deshuesamiento era el colmo de la insensibilidad, como si fuera posible arrancarle a uno el corazón y preguntarle a continuación: ¿con o sin?

A decir verdad, yo no estaba acostumbrado a tantos miramientos. ¿No notas lo blanditas y jugosas que se ponen, y cómo se deshacen en la boca?, le decía intentando convencerla de mis buenas intenciones. Pero no hay chiste que resista explicaciones, como no hay segundas oportunidades una vez roto el embelesamiento: la gracia es un don que se esfuma como por ensalmo. Ella insistía en hacerme ver el meollo del asunto como si le fuera la vida en ello. Yo sólo quería continuar y pasar página lo antes posible. Ella hablaba del vacío existencial y de la sustancia escondida en las partes duras, ésas que la mayoría rechaza sin darse cuenta de que la carne agarrada al núcleo suele ser la más sabrosa. Yo me resistía a tales suplicios. Incapaces de encontrar una tercera vía, tuvimos que dejarlo. No sé si ella habrá seguido jugando como en los viejos tiempos, si habrá inventado nuevas reglas para no perder o si, como yo, anda todavía pensando en la partida definitiva, sin poder decidir si resultó un desastre o un triunfo, un éxito o un fracaso, ¿o quizá hay algo más que se me escapa?

viernes, abril 08, 2005

Entre las bombas de Javi

A lo lejos se escuchan los aviones. Un pequeño zumbido al principio, nada más. El sentimiento de que todo esta decidido y que esta noche será la última empieza a cundir dentro de la trinchera. Pronto llega la evidencia: el zumbido se hace ensordecedor y a la vista aparecen tres bombarderos. Un instante más y veo abrirse las trampillas del primero, me echo las manos a la cabeza para dominarme y presiento la muerte. Las bombas empezarán a caer al siguiente instante. Una inmensa mano abierta gobierna mis últimos pensamientos, llenando mi cabeza, abotargándome. Puede parecerme una mano cualquiera, pero no son momentos de engaños:

Mi padre murió en una disputa dentro de un bar con mi tío. Apenas si tenía cuatro años y no puedo recordar demasiado, pero mi madre no se cansó de contarme centenares de veces que mi tío echo sus manos al cuello de mi padre y apretó hasta acabar con su vida. Desde aquella noche nuestra vida cambió. Mi tío se hizo cargo de nosotros, especialmente de mi madre con la que compartió cama durante toda mi infancia. Recuerdo sus manos ásperas partiendo el pan y la sonrisa condescendiente con la que me miraba. Recuerdo los golpes que me daba por todo. Recuerdo su mano abierta sobre el rostro de mi madre. Seis años de lágrimas que mi madre fue contando día a día como si de una condena se tratara. Nos fugamos una noche, da lo mismo cual. Abandonamos la casa con una pequeña maleta en la que llevamos una muda y cuatro cuartos que pudimos robarle a mi tío. No sé que pensaría cuando despertó de su borrachera, pero para entonces ya estábamos lejos ayudados por un hombre desconocido para mí que se tomaba las mismas libertadas con mi madre que el otro. Otra mano abierta tapando la boca de ella cada vez que me hacía carantoñas, alejándola de mí. A esa siguieron otras, muchas manos, un ejercito, y hombres desnudos a todas horas. Las manos sobre su cuerpo, aquí y allí, y las bofetadas, y las lágrimas y volver a empezar. Los pobres no tenemos patria, sólo nuestra cruda realidad.

Llegó la guerra y si nos resultaba difícil conseguir algo que llevarnos a la boca antes, más aún con la nueva situación. Aparecieron las manos represoras movidas por la Iglesia. La conducta moral de mi madre chocaba a todas horas y en todos los sitios con los brazos en oración de las devotas. Un escarmiento tras otro marcado en nuestros rostros con la señal de la mano, el suyo por puta, el mío por hijo de puta. Mi madre no sobrevivió a una de tantas tardes en el cuartelillo. Yo huí, crucé la frontera y me alisté. Nada tenía.

Manos amigas por primera vez me dieron un fusil y me enseñaron a disparar. Mil balas hubiera deseado tener para borrar cada una de las manos que señalaron mi camino hasta este último instante. Defendí la tierra que tenía negada como si fuese de todos, aprendí a ser útil por primera vez dentro de una guerra fraticida. Sentí por primera vez anoche: una mujer del pueblo y su mano abierta acariciándome la cara mientras hacíamos el amor. No entendí sus intenciones, ni mi suerte, o la suya. Los motivos se me escapan, tal vez necesidad, o lástima. No fuimos concretos; no había tiempo, sólo premura y precipitación. No cruzamos una sola palabra de amor. No sé su nombre, ni recuerdo el color de sus ojos, pero sus largos dedos blanquecinos, sin apenas fuerza por el hambre, recorren mi rostro mientras espero la muerte. Tal vez sean ellos los que me cierren los ojos, sino he volado por los aires repartido en pedazos.

Mano Abierta de Borja

...al suelo. Su hombro, atrapado al caer bajo su propio cuerpo, le latía dolorosamente con cada inhalación. Buscó a gatas el rincón antes de que la sombra se acercase, y se estaba acercando a cada momento. Se fijó: era como un líquido negro que avanzaba por la alfombra, partiendo desde los pies que parecían generarlo, y, muy por encima, un cuerpo. Comenzó a trepar lentamente por ella, que deseó durante un instante ser la sombra y subir líquida, pegajosa, por las paredes. Después el hombre descargó otro golpe contra su vientre desprotegido y todo acabó de sumirse en...


Gonzalo trató te interponerse entre su padre y su madre a pesar de lo mucho que le ardían los ojos. Escuchaba un grito, una especie de gañido que se sostenía de los techos en penumbra y que nunca llegó a identificar como propio. Tenía solamente ocho años, así que Genaro lo apartó sin dificultad de un empellón y siguió avanzando, todo sombra, hacia el guiñapo lastimero que era su mujer. Se levantó entonces Gonzalo y corrió atravesando los vanos de las puertas, sobrevolando escalones de tres en tres, levantando el polvo que había estado ya antes, como ahora, al borde de innumerables caminos.

El trigal le esperaba tendido al sol de agosto tal y como esperan los mares en las orillas: de vez en cuando una ráfaga de aire levantaba pequeñas olas brillantes que lo recorrían de lado a lado. Penetró en él lentamente, apartando las espigas con las manos. Al llegar al centro se tumbó y apretó los ojos hasta que le dolieron las sienes.

Así se quedó dormido.

Lo despertó un insistente zarandeo que no tenía visos de detenerse. Más por curiosidad que por ganas verdaderas, Gonzalo abrió los ojos. Genaro estaba allí, con el cinturón, fuera de las correas de su pantalón de pana, mal anudado en una mano. Fumaba tabaco negro y su humo azul ascendía hacia el cielo bajo del atardecer. Guardaba la otra mano con indolencia en un bolsillo. En su camisa había manchas de sangre.

-¿Qué andas haciendo aquí, niño? Si no llega a ser porque te han visto correr como un loco camino arriba, lo mismo ni te encuentro.

Gonzalo no supo qué contestar. La sombra angosta de Genaro, que siempre se las arreglaba para caer a plomo sobre todas las cosas, provocaba en él un miedo atávico e imposible. Su padre sujetó el cigarrillo con dos dedos y escupió a un lado.

-Mira, chaval, me parece que le das demasiada importancia a lo de tu madre –Gonzalo tragó saliva pero descubrió, demasiado tarde, que tenía la boca seca-. A veces a las mujeres hay que pegarles, que si no se le suben a uno a la chepa.

Hizo una pausa larga, dio un par de caladas lentas, y por fin dijo:

-...además, dicen que pegar con la mano abierta no es pecado.


Todo, hasta los pecados, le vino a Gonzalo impuesto por su padre. A los doce Genaro le sacó del colegio para llevárselo con él a la obra. Su sueldo de aprendiz fue a parar íntegro a su bolsillo (gastos de manutención, los llamaba él, que la vida estaba muy dura). La guerra había terminado hacía poco y tocaba reconstruir. Según Genaro, malamente se iba a levantar un país con un puñado de libros. Como el decía: donde hubiera una buena masilla...

La madre murió cuando Gonzalo tenía sólo quince. Un golpe mal “dao”. Al parecer Genaro tenía nombres para todo. Si no fue a la cárcel fue porque siempre se ocupó de guardar bajo la alfombra sus secretos. Nadie de fuera declaró contra él.

En la obra, con cada ladrillo Gonzalo se iba derrumbando. Cada pared lo aislaba más del mundo y las vigas no hacían más que cimentar su total desposesión: no era más que una propiedad, respirante y vagamente consciente, de entre las (pocas) que tenía Genaro.


Cumplió los veintiuno retrepado en el andamio. De todos los peones, eran los andaluces los que le gastaban las bromas más salaces. Le hablaban de mujeres que él todavía no había probado, de lugares en los que por solamente unos reales se podía pasar un buen rato. Quizás hoy, como regalo de cumpleaños, le decían palmeándole en la espalda.

-¡Vienen o no vienen esos ladrillos, Gonzalo, coño, que no voy a levantar las paredes con aire!

Genaro se asomó al vacío desde el quinto. Gonzalo, lanzándole una mirada desabrida, amontonó unos cuantos ladrillos en una carretilla y los subió después, con ayuda de los andaluces que no paraban de guiñarle el ojo, hasta el piso donde se encontraba el padre. Una vez allí fue cargando con ellos uno a uno para que Genaro no tuviera más que ir alineándolos cuidadosamente sobre el cemento. Lo había aplicado previamente entre calada y calada de uno de sus malolientes pitillos.

Estuvieron así cerca de una hora. Al cabo Genaro se levantó para desentumecer un poco las piernas. No reparó en la barra de hierro (algún sobrante del montaje del andamio) que rodó ruidosamente bajo sus pies. Alarmado, Genaro plantó las dos manos en la pared que apenas sí había terminado de armar. El cemento, aún fresco, cedió ante su peso, y él, intentando recuperar el equilibrio con grandes brazadas (casi aleteos), quedó de espaldas al vacío y después perdió pie.

En una de éstas su mano se encontró con la de Gonzalo que se había lanzado hacia adelante instintivamente al ver que su padre caía al vacío. Resbaló por el suelo cubierto de gravilla manoteando hasta encontrar asidero en el andamio. Los ladrillos, al debatirse Gonzalo e ir empujándolos más allá del borde, hacían abajo el ruido periódico de un macabro reloj.

La postura no podía ser más peligrosa: Gonzalo, tumbado cuan largo era, se sostenía, con la izquierda, de una barra de hierro. La otra mano se cerraba con toda su fuerza sobre la del padre, Genaro, que pataleaba indefenso a quince metros de altura. Ya había perdido un zapato.


Dicen que ante los ojos de quien ve de cerca la muerte pasan a toda velocidad, como en una película muda, todos los recuerdos. Ante los de Gonzalo sí pasaron en un destello de lucidez exagerada algunas imágenes (su madre ovillada en un rincón, las olas con las que se mece lánguido el trigo, un cigarrillo negro consumiéndose a las siete de la tarde, el cinturón colgando de un puño como una serpiente de cuero), a pesar de que si fuera la muerte la cinta extendida al final de una carrera, sería Genaro sin lugar a dudas quién alzaría los brazos.

-¡No, me sueltes, hijo! ¡No me sueltes!

Apretó los dientes. Ya resonaban en las rampas los pasos a la carrera del resto de compañeros. A través del sudor Gonzalo podía ver su propio puño firmemente cerrado. Así, con la sencillez que se encuentra más allá del concepto y la palabra, despiertan a veces los recuerdos.

Mientras dejaba abrirse uno a uno sus dedos, como una flor, pensó que nadie podría culparle jamás por lo que estaba sucediendo; ni los hombres que subían a toda prisa gritando por las escaleras, ni Genaro que pataleaba salvajemente (ahora caía otro ladrillo); ni siquiera él mismo, y esto era lo más importante, pues todo el mundo sabía, Gonzalo incluido, que no había ningún pecado en dejar la mano abierta.

sábado, abril 02, 2005

Manos abiertas de Iurdana

Hola panda,

No quería irme con las manos abiertas y vacías… sin dejar mi escrito, una pequeña huella de buena estudianta, “koletilla de k”; aunque fuera un email de esos que hacen saltar de alegría, y resaltarla, si aún nos quedan fuerzas… pero tranquis compañeras letras, no estaba demasiado preocupada por hacerlo porque en este último tiempo me he propuesto no preocuparme.

Estoy cansada de complicarme la vida más de lo debido…

Annibal Leccter me dijo una vez en una película de corderos mudos, que todo reside en la simplicidad, citando a otro famoso alguien, y… la verdad, es verdad. Siguiendo ese lema, te comes el mundo con la facilidad y gusto que él lo hacia en dicho metraje.

Y entonces pienso en algo simple. Y como por arte de magia se me abren las manos, se extienden hacia el cielo y todo mi cuerpo responde al unísono entrando en contacto directo con un no sé qué que qué sé yo que me hace grande, tan grande como el Universo. Supongo que será eso de sentirse una con el todo y descubrir que yo misma no soy nada y todo a la vez. Que no tengo ninguna grandeza más que mi unión con todos vosotros y vosotras.

Pues bien, esa unión, recibida con las manos abiertas y el corazón y… y ya- no vayamos con la emoción a terminar despidiéndonos como los monjes de María de la T- me hace sentiros cerca, acá en el alma y viajar mañana (y SIEMPRE) acompañada, aunque “engañe” al de la taquilla y sólo paguemos un billete y mi compi de viaje sólo me hable a mí (porque curiosamente a mi vera se sientan personas con facilidad de charla, no siempre, cierto, pero tan a menudo que me atrevería a decir siempre).

Y todo este mensaje informático para deciros que os quiero compañeras y que os echo de menos, que la k sin otubre, es como vaca sin ubre… y que en honor al luto que yace en mi ser, no tomaré leche procedente de ubre hasta que no vuelva a tomar un trocito de brownie con b (y con el resto de ustedes) con leche de vaca.

Hasta entonces me alimentaré con leche de soja, un lujo, digo luto, LUTO, que disfrutaré a vuestra salud.

UN abrazo.

k