lunes, mayo 02, 2005

Ópera de Borja

-El mal carácter que me sale cuando me pisan en el metro no tiene nada que ver contigo- dijo.

Una gran vena partía su frente en dos. Por las cuencas del este y del oeste discurría su sudor, espejándolo todo como si fueran diminutos caracoles. Algunos convergían después formando el cauce principal del talud de su frente, cortada a pico tras de las cejas precisas, hasta desembocar en dos ojos que a su vez desembocaban en otro lugar indefinido. Al respirar hacía deliberadamente ese ruido de toro bravo que ella había llegado a conocer tan bien.

Estaba segura de que todo el vagón estaba ya pendiente de ellos a esas alturas. Un chico había bajado el volumen de su reproductor para no perderse el desenlace. La señora de ojillos porcinos era un presencia constante en el reflejo de la puerta, como una estatua trémula, indirecta e impune. Los había visto a todos.

-Tampoco tiene que ver con el maldito pisotón, ¿no lo entiendes? Tiene que ver con esta vida de mierda, con estas estaciones y estos trabajos, Carabanchel, Buenavista, Opañel, y toda esta puta gente subiendo como borregos al camión de la matanza (dulce y lenta matanza, cariño).

El chico que le había pisado le miró como si tuviera la rabia (él, no el chico). Parecía evaluar sus propias posibilidades por si al final decidía que ya era suficiente. Un señor mayor, sentado en una esquina, comenzaba a murmurar acerca de la droga y sus derivados. El llanto de un niño trajo presagios lejanos, como los cuervos.

Ella le miraba reconociendo en él alguna figura remota (su padre pasado de vueltas y claretes y de calles que se le volvían a todas horas lo mismo). Él peroraba firmemente sujeto de una barra que parecía el cayado sin nudos del nuevo profeta. A falta de milagros convertía en serpientes sus propios dedos, y luego en ramas de olivo, y luego en... –Es esta vida lo que me pone de los nervios. Es la certeza de que nos detendremos en treinta segundos dejando un solo parámetro a la aventura: ¿quién coño se subirá hoy a pedir? Y tú mientras me miras como si hubieras calentado demasiado el café o como si hubiera encogido mi camisa favorita. No entiendes nada.

Pero lo cierto es que ella entendía. ¿Qué otra cosa podía ser aquello (el picor de la bilis en su garganta, las uñas blancas de tanta presión, la línea de sangre en la comisura de sus labios) sino entendimiento y derrota? Sintió el rumor que producen las lágrimas cuando caen hacia adentro.

Alguien silbó con fuerza. Alguien, otro alguien distinto (pero igual), dijo a ver si te callas de una vez borracho de los huevos. Se oyó un inapropiado bostezo.

El tren se detuvo resoplando. Al niño le asustaron los chirridos y lloró de nuevo. Volvieron a pisar al hombre al abrirse las puertas, por lo que dio un grito. Todos pisaban a todos y en realidad nadie excepto él se daba cuenta.

De pronto ella se coló por entre la gente siguiendo un impulso tan primario como el de los pies-pezuña que invadían las vecindades constantes como una ola. Sus pechos pequeños recorrieron minuciosamente el codo de un estudiante, la espalda de un hombrón firme como una columna y el borde sucio de las puertas. Al sonar el pitido que anunciaba la salida del tren miró sobre su hombro justo a tiempo de ver como él abandonaba el vagón entre empellones, algo más cojo que antes sin su cayado, pero con los pies libres. Desde dentro le despidieron con insultos y zancadillas, a partes iguales.

Corrió tras ella viéndola aparecer y desaparecer por entre la amalgama fluida de la gente. Subieron dos tramos de escaleras, y esquinas doblaron otras tantas. Él gritaba desesperado su nombre. Pasaron lanzados a la carrera bajo un cartel que rezaba muy apropiadamente “Ópera”.

Muy apropiadamente “Ópera” porque al llegar al andén la realidad estalló como en un desenlace de Wagner. Un nuevo tren va a realizar su entrada en la estación. No saltes. Él avanzaba con la mano extendida y muy lentamente, como si se acercara a un perro.

Fuera del tren está la vida, pensó ella. Algo bufaba a su izquierda, algo grande, rítmico. Alzó una última vez los ojos al cielo (debe ser un acto reflejo). Vio un techo. Vio un túnel.