La historia ocurre dentro de un túnel. En la radio se escuchan interferencias hasta que el personaje sintoniza en una emisora de radio una canción de Los Ilegales. La canción parece instrumental, pero de pronto se escucha la voz seca de Jorge Martínez diciendo «Olvida el radiotelescopio y mira con tus ojos. Astros y cuerpos celestes son sólo un engaño. Despierta en el planeta diario. La luna y las estrellas nunca han existido. Sólo son supersticiones de poetas y astronautas. Despierta en el planeta diario». El amor es un arco de tiempo y espacio en el que nuestro cuerpo se estremece de sensaciones químicas que no dominamos. El personaje piensa, pero no sabemos en qué. Dentro del túnel sólo podemos distinguir la oscuridad dominante. El dolor se acerca por diferentes caminos, como un lobo hambriento rodeado por rosas que se le clavan. Las espinas traspasan su piel y una gota de sangre perla su lomo salvaje. Se revuelve y lo único que logra es aumentar la punzada de sufrimiento. Que la intensidad se ablanda con el tiempo es algo conocido, un viejo teorema clásico de otras épocas con otras intenciones. Dejamos a nuestro personaje dentro del túnel, tal vez no consiga salir nunca de la maraña que la sociedad le ha tejido.
Un ordenador se convierte en la forma de comunicarse entre dos puntos tan distantes como cercanos. Se rasgan las palabras, perdiendo el significado en cada lance. Suena un móvil para decir que una noche más alguien llegará tarde a cenar. Espadas que cercenan vidas. Escudos que protegen pechos desnudos. Nadie puede amar a nadie sin perder su propia identidad: escudos y espadas, triunfos frente a derrotas, culpables e inocentes. El único veredicto para un juez sensato es siempre la culpabilidad del reo. Sesenta años en una cárcel para recapacitar sobre la culpa, la sentencia asumida. Con el lobo herido cabalga la muerte. Sus fauces afiladas suplen la guadaña que la mitología ata a sus manos. Mientras, la espera se queda dormida como una niña agotada que ha pasado el día correteando por el campo.
El joven del ascensor perfila una línea curva sobre el espejo con sus dedos. La grasa cotidiana que hay en ellos dibuja el trazo mientras rechina el cristal. Zumba sobre su cabeza alcoholizada el fluorescente. La luz, sin embargo, es continua. Abre los labios: «Sólo soy un desertor». Pasados dos segundos repite la frase, pero ahora dibuja la línea curva desde arriba hacia abajo. Se ríe en sordina, mientras se mira al espejo. Se despeina un poco más, hasta que su pelo se alborota y encresta. «Sólo soy un desertor».
La lucha en la oficina le agota a diario. No es una impresión es un dato contrastable, todos le hemos oído alguna vez decirlo, o le hemos visto dormirse sobre su mesa después de comer. Los sábados no le ocurre. Es el primero en levantarse. Prepara un desayuno diferente para su mujer y sus dos hijas. Luego, si es primavera, se las lleva al zoológico, de paseo o a descubrir de nuevo el jardín botánico. En invierno los lugares cambian: el cine matinal del sindicato, las librerías de viejo para encontrar un tesoro o cualquier otro territorio –ajeno o propio- que se le ocurra. Dicen que la imaginación es infinita.
Una noche más termina mi programa. Las ondas de esta radio –tu radio- nos han permitido mantener esta comunicación un tanto postmoderna, pues yo estoy sentado en la terraza de mi casa con un vaso de güisqui mirando el negro túnel que nos toca vivir y hablando por un teléfono que supongo conectado a un ordenador de una red infinita y tú te encuentras a miles de kilómetros, en el cálido atardecer de La Patagonia que compartimos hace quince años. Un beso, una caricia y todo el amor que nos faltó. «Olvida el radiotelescopio y mira con tus ojos. Astros y cuerpos celestes son sólo un engaño. Despierta en el planeta diario. La luna y las estrellas nunca han existido. Sólo son supersticiones de poetas y astronautas. Despierta en el planeta diario».
Al maestro Quintero.