Una señora de sesenta y tantos años, perfumada como si quisiera ocultar el hedor de la muerte, escoge asiento en el primer vagón. Cruza las piernas como una presentadora de televisión y se retoca el peinado mirándose en el cristal de enfrente. Ha tardado casi media hora en colocarse la peluca esta mañana, pero todavía no le convence la posición de las horquillas laterales. El hombre que está a su lado puede contar en la oscuridad de la ventanilla las capas de maquillaje que se apilan sobre su rostro. Ni un lienzo barroco esconde tantas arrugas. Se le antoja un payaso triste con coloretes que suplen alegrías. Porque la mujer no sonríe –tétrico sería que lo hiciera. Hay un niño en brazos de su madre que no se atreve a mirarla, y una estudiante de bellas artes que la observa atentamente desde arriba mientras esboza en un cuaderno lo que será sin duda su trabajo para la asignatura de retrato.
Va a bajar en la cuarta estación. En el vagón, repleto de pasajeros, no caben todos los que esperan fuera, y con el forcejeo de los cuerpos previo al pitido, alguien le pisa el pie derecho partiéndole el tacón del zapato. Ella chilla con voz de hiena e intenta encontrar al culpable con los ojos envueltos en pestañas postizas. La visita de anteayer al podólogo le ha salido cara. Cojeando, echa una última mirada hacia atrás, que se queda clavada en un hombre que sonríe en el segundo vagón.
El tren prosigue su marcha. El hombre se sonríe al recordar algo que le pasó hace tiempo. No le incomoda que el monstruo en afeite fije la vista en él desde el andén, porque acaba de alcanzar lo más parecido a lo que su psicoanalista llama felicidad. Hasta hoy vagaba por el mundo como una hoja al caer de un árbol, dejándose llevar por el viento azaroso y sin importarle tocar el suelo, pero el sillón de la consulta y las pastillas para dormir le han hecho esconder su pasado en el cajón de la cómoda, y hoy ha soñado por fin, después de tantas noches en blanco y negro. Se ha levantado de un salto un minuto antes de que sonara el despertador y ha tirado a la basura todos los medicamentos que ocupaban la mesa camilla.
En la séptima estación, cuando el hombre que sonríe se prepara para salir, un adolescente apresurado le pisa con sus zapatillas mastodónticas de la talla 45. No tarda en cambiar su sonrisa por una mueca de dolor, pero prefiere no discutir y encamina sus pasos hacia las escaleras mecánicas.
Antes de subir a la superficie alcanza a ver a una joven que se adentra en el tercer vagón. Ya está acostumbrada a que no haya sitio para sentarse y a tener que ir de pie hasta el final del trayecto. Está harta de su vida de uniforme azul, de que su sueldo no sea justo, de tener las manos ásperas, de madrugar tanto para regresar a casa a las nueve, de comer todos los días lo mismo, de no tener coche, de perder casi tres horas en ir y volver del trabajo, de salir del piso triste y volver cansada para hacer la cena que luego no probará porque se le ha quitado el apetito, de no tener tiempo para jugar con sus hijos, de discutir con su marido por tonterías, de tener que limpiar cada noche los zapatos porque le han pisado en el metro.
A la línea le sigue el punto final y la chaqueta azul se pierde entre la multitud como un globo que desaparece tras las nubes.