Dos vagones por delante puedo reconstruir el estado de ánimo del hombre de barba blanca que mira con resentimiento los rostros de las personas que van sentadas. Es un cierto punto de egoísmo el que le pica el corazón y agrieta los ojos con surcos rojos. Mira a dos sudamericanos mientras aprieta el puño de su bastón. A la vez que les escucha reírse siente que una rugosidad en la talla le rasguña la palma de la mano. Cree firmemente que esos hombres le roban el pan de sus nietos; acongojado por la falta de futuro resopla. Cambia la dirección de la mirada para cruzarse con una adolescente, se enfrenta con unos ojos desafiantes, capaces de todo el descaro. Mira y remira sus coletas, trenzadas seguramente con parsimonia de una segunda tarea, al ver la televisión en casa. Su madre grita porque el padre no está nunca, el dinero no les alcanza y quién sabe con quién se acuesta la niña. Se pone en lo peor, pero está lejos de acertar; no es el drogadicto pandillero que se imagina, sino un hombre hecho y derecho, mayor incluso que su marido, que trabaja en un banco como cajero. Se conocieron en el metro, entre el bullicio repleto de un vagón; las manos que se rozaron, la caricia que se prolongó... un hotel al final de cualquier calle al salir por la boca de una estación; la proposición ridícula que se suspende en aire. Se prolonga la charla y se ajustan las condiciones, sexo intercambiado por dinero todas las semanas, hasta que uno de los dos se canse... Después vuelve a casa, al tedio diario de cada tarde. Algunas son más largas que otras aunque estén cosidas con el mismo número de horas sentada en un silla pasando páginas de un libro de texto. Esas tardes de aburrimiento su cabeza se evade lo más lejos que puede; llegan hasta el alfeizar de la ventana de enfrente, a la habitación del hotel, a la discoteca con la pandilla entre cubatas de libertad y utopías... -nunca sale del barrio, ni siquiera recuerda un pequeño paisaje de montaña de la excursión de hace dos meses; tomó un par de fotografías porque dijo que era la vista más hermosa del mundo: una puesta de sol que llenaba el cielo de la garganta del río de tonos anaranjados, luego rojizos y finalmente el negro de la noche ya ganadora-.
Al hombre de barba blanca se le escapa esta historia y todas las demás que van flotando en los vagones, en esas caras cansinas y ensimismadas que vienen o van, que se cruzan como en una procesión de la Santa Compaña. Los dos sudamericanos se bajan en la siguiente parada, llegarán a una casa que comparten con otras ocho familias. Marcos y Miguel se llaman -porque tienen nombre-. Hoy están felices, esta mañana su hermana Macarena ha salido del hospital; al llegar a casa se volverán a abrazar porque todas las penas habrán pasado. En su vientre estarán presentes las tres cuchilladas que recibió. Un hombre se cruzó en la calle, la insultó y la atravesó. Perdió mucha sangre, nadie avisaba a una ambulancia: la caridad no es una virtud en su barrio. Miguel la mirara y le dirá «parece que ya estás bien, algo más flaca tal vez». Les mirará con su sonrisa dulce mientras pone la mesa con algo especial para la cena, ha comprado un par de mangos en la frutería, dice que quiere morderlos y dejar caer su jugo por las comisuras de los labios, como cuando era niña en la República Dominicana. Huyó del hambre, con una inocencia infinita dentro de la maleta por único equipaje. Al llegar hacía frío, luego el tiempo le demostró los errores y los aciertos, lo que fue y lo que ya no será.
El hombre de barba blanca se apresura para que uno de los dos asientos libres sean suyos, necesita el descanso para tan largo camino que ha emprendido, aunque éste sea el de todos los días. En su ímpetu empuja a un muchacho que no dice nada, la costumbre, ni siquiera levanta la vista de la novela que está leyendo, y pierde unos segundos cruciales que son aprovechados por un ejecutivo impecable y un somnoliento hombre con mono de trabajo para apoderarse de los huecos. Piensa en que no queda educación, pero la única verdad es que lo que falta son asientos. Su mal carácter se acrecienta; todo porque un niño pequeño se ha revuelto para escapar de su madre y le ha pisado. Esta vez no se reprime:
- Pequeño monstruo hijo de puta.
Se hace el silencio en el vagón. Un segundo nada más, luego cada uno vuelve a su vida, mientras la madre le clava su mirada con todo el odio del mundo.