jueves, mayo 19, 2005

No hiere quien quiere... de Borja

Pensó Diana que herir a Lucas sería el lógico ejercicio de unos derechos arduamente adquiridos, casi como quien le tira de las orejas a un perro y después se sienta en el suelo a esperar que vuelva.

El martes cumplirían un año. Lucas había ya deslizado una celebración en el “Luna Nueva”, restaurante chic muy bien situado, con rincones siempre dispuestos entre cuatro velas. Blandían los camareros arcos brillantes de violín, exquisitos polivalentes que engolaban la voz al decir, con gran ceremonial y caída lánguida de párpados, la palabra “caballero”.

También por eso quería herirle, o no, pero igual daba. Quizá sólo existiera un verdadero motivo que, como tantas otras grandes cosas, le era vedado; el caso es que no era el porqué lo que le quitaba el sueño, sino el cómo y sus variantes infinitas.

Desconoce el momento en que la idea se coló en su mente, pero seguramente fue algo repentino: cuando quiso darse cuenta se sonreía con delectación, anticipadamente. Ignoraba, a buen seguro, lo mucho que le iba a costar encontrar los medios.

Un pensamiento aislado en la ducha se convirtió en la compañía de sus trayectos por el metro. Después acudió a posarse a su lado de la almohada, llenando de un runrún interminable lo que antes fuera borra mullida. Diana acababa enfurecida, y no le faltaba razón; como si fueran a participar en uno de esos programas por parejas de la tele, dedicaba horas enteras a elaborar minuciosos listados de las cosas que conocía de él. Descubría con desazón que, un año después, sus listas contenían exclusivamente anécdotas de muy poco calado que Lucas habría contado también al resto de sus conocidos. Más de una vez intentó reproducir aquellas noches en que ambos iban sumergiéndose en el amor, y las “sobrecamas”, los largos periodos que venían después del sexo como hamacas colgadas en las playas del Caribe, donde confiar palabras era otra manera de acariciarse mientras el cuerpo iba despertando a la sangre y los humores de nuevo. Y nada, no había nada; poco más de un gusto desmedido por los guisantes, las películas de vaqueros y los tebeos de Tintín; poco más que aquella vez que derramó, trabajando de camarero, un batido de fresa en la falda de una chica bien, o aquella otra en que su madre le encontró borracho llegando a las seis de la mañana. Un anecdotario infantil y poco íntimo. Los gustos con que rellenaría un cuestionario típico de “¿Cómo eres?”, por salir del paso. Ni una sola confesión, un mal trapo sucio con el que Diana pudiera saltarle las lágrimas a ese pobre diablo. Que Lucas no era impenetrable bien lo sabía ella, y eso, por encima de todo, es lo que le robaba cada noche el sueño.

Pero como no hay fracaso para quien persevera, la iluminación le llegó a Diana como el destello proverbial del que se habla tantas veces. Una vez encontrado el medio, llevarlo a la práctica sería coser y cantar. Durante dos días actuó con naturalidad, esperando a que las circunstancias confluyeran a su favor. Era algo que podía permitirse, por supuesto, toda vez que el calvario previo quedaba absolutamente superado. Volvió la delectación a su sonrisa, y supo que los astros se alineaban cuando Lucas le dijo que esa noche sus padres la pasaban fuera.

A la cita acudió con su ropa de gala. Sobre los pantalones ceñidos asomaba la fina línea horizontal del tanga marcando una peligrosa frontera. Desaparecía en lugares recónditos que pronto Lucas se encontró desabotonando, antes incluso de hacer la cena. De hecho, el uso del “antes” pronto se volvió injustificado, pues ambos sabían que no habría más cena que la que arde, ahora que habían dado comienzo los preparativos.

La noche se le fue a Lucas en un suspiro. En algún momento se quedó dormido y sólo al alba, al levantarse bamboleante camino del cuarto de baño, encontró algo que no estaba del todo en su sitio. Tras una primera punzada se vio obligado a inspeccionar en detalle, tanto por encima como por debajo, hasta dar con la razón. Desde la cama Diana se reía por lo bajo, disfrutando de su victoria.

Lucas volvió a la cama tropezando, con las piernas un poco abiertas. Al sentarse en el colchón vio como Diana se desperezaba con parsimonia, haciéndose un poco la dormida. Se sintió sumamente alegre cuando Lucas puso la mano sobre su brazo y muy bajito dijo: “Diana, cariño, la próxima vez que me hagas una paja ten un poco de cuidado: me haces mucho daño cuando no te quitas los anillos”.