lunes, marzo 28, 2005

Para Elvira de Elisa

-¡Eh, eh, chaval, qué haces, cagoenlaputa!- Higinio salió corriendo detrás de Andresillo, pero era demasiado arriesgado dejar la barra vacía; había mucho chorizo por el barrio. Total, por un plato de aceitunas, no merecía la pena. Pero le jodía enormemente que le tomaran el pelo.


Aunque se tenga experiencia en la huida, no es fácil correr con un plato de aceitunas en la mano. Correr, correr, correr. El caldillo que se cae. No importa, qué va a importar el caldo. La mano se moja. Una aceituna, mierda, al suelo. Tira el plato y quédate con las aceitunas, tonto. No puedo, no puedo parar. Piensa en la coleta de Elvira y no mires para atrás. Ahora. Ya no le sigue nadie. Está en una plaza con bancos, con señoras, con perros. Hay otros niños de su edad, juegan a fútbol. Andresillo echaría unas bolas, pero no sabe qué hacer con el puñado de aceitunas. Podría apretarlas fuerte en la mano y no soltarlas mientras corre detrás de la pelota, pero teme que se estrujen y se echen a perder. Lo mismo si las guarda en el bolsillo. De todos modos, los otros niños casi nunca le dejan entrar. Sobre todo si están las mamás mirando. Algunas dicen MarcosoJavier vámonosacasaamerendar justo cuando él llega. Además de las señoras y los bancos y los perros y los niños, hay en esta plazuela dos terrazas. Andresillo se pasea entre las mesas; observa y calcula el tiempo que tardará cada una en quedarse vacía. ¿Qué toman? De lejos solo se ven los vasos. Descarta a los que beben café, infusiones, batidos. Se acerca. Una mujer con el pelo rosa y una pluma colgada al cuello lo mira.

-¿Cómo te llamas?

-Andrés.

-¿Y tienes hambre, Andrés?

El chaval no responde, pero permanece allí, como paralizado. La cabeza rosa le ha sonreído y ha estirado el brazo ofreciéndole su aperitivo. Andrés mira el platillo con almendras, kikos,pasas; niega con la cabeza. Corre.
En la terraza de al lado Andrés encuentra un tesoro. Al cerrarse un ordenador portátil, quedan al descubierto media docena de aceitunas abandonadas. El joven del traje deja dos monedas sobre la mesa y se marcha. Andrés apenas ha mirado las olivas antes de agarrarlas. Solo corre,corre, otra vez corre con las aceitunas en la mano. No sabe que esta vez nadie le sigue. Apoyado en la fuente, busca un palo finito, muy finito; tiene que serlo para poder sacar uno a uno el trocito de pimiento. Ahora sí, ahora están todas como deben estar. Lo comprueba mirando a través del agujero. Ve el mundo al otro lado de una aceituna. Un montoncito rojo queda en el pretil casi a modo de firma.


-¿Quieres que te pida algo para comer, majo? – Andrés se pregunta por qué casi siempre son señoras solas las que le ofrecen comida. El chico asiente.

-Muy bien ¿y qué te gustaría?

-Aceitunas.

-¿¡Aceitunas!? ¿y no preferirías algo más... no sé, más grande?- Ríe como si hubiese hecho un chiste. Está nerviosa. Sus dientes tienen carmín. Andrés no contesta a la pregunta. La mujer vuelve de la barra unos minutos después con un plato de aceitunas y un paquete envuelto en aluminio.

-Toma, tus aceitunas. Y esto por si luego te apetece.

Los ojos de Andrés parecen haberse quedado flotando en el plato de las aceitunas, como dos más.

-Ésas no valen.

-¿El qué?, ¿las aceitunas?

-Tienen hueso. – Y vuelve a correr pues es lo que mejor sabe hacer.


Andrés recorre las tascas de la zona; y va descontando. Con seis más podría valer. Cuatro, tres. Le costará un par de hurtos más y alguna bofetada poder llegar al poblado, buscar a Elvira, que estará jugando con sus hermanas, decirle ven un momento, Elvira (eso será lo que más le cueste de todo) y darle la cajita alargada que encontró ayer en el descamapado. Elvira abrirá la caja y le dará un beso en la mejilla. Ensartadas en una cuerda colgarán de su cuello las aceitunas sin hueso.

domingo, marzo 27, 2005

El agujero de la aceituna de Mireya

Si nos paramos a pensar, el universo está repleto de agujeros, desde los insondables de color negro hasta los de las agujas de coser donde habitan camellos, los ojales de una camisa, o aquellos en los que se introduce la hebilla de un cinturón o los cordones de un par de zapatillas de deporte. El propio cuerpo humano está poblado de orificios, todos ellos con una finalidad concreta. Intentemos imaginar una nariz sin agujeros, un vientre sin ombligo, unas orejas planas. Sin agujeros no habría excrementos ni sexo ni forma alguna de manutención.

Los tocadiscos quedarían obsoletos; las muñecas de famosa ya no cantarían al llegar al portal; no habría bolsos ni derivados; no pediríamos dos donuts, por favor; la velocidad en las carreteras no estaría limitada y los recién casados no llevarían alianza. El alfabeto se vería reducido considerablemente; ningún profesor podría calificar con un cero y en los partidos, los marcadores señalarían al menos un tanto por equipo. No permitirían a los pilotos que sus aviones atravesaran las nubes ni viajaríamos en trenes subterráneos; y las hormigas y los topos tendrían que mudarse a la superficie. Tampoco nos descompondríamos bajo la tierra al morir, con lo que una cultura entera se borraría como se borra el lápiz del papel. Lo más divertido sería ver rebotar las balas en los cuerpos de sus víctimas sin dejarles más que una leve marca inofensiva como recuerdo de un intento fallido. Sería como jugar a la guerra en el patio del colegio. Sin agujeros no habría vida y sin vida no habría nada. La nada es un enorme agujero donde cabe todo.

Pero, por encima de los casos más o menos prácticos de un agujero, destaca uno en particular, convirtiéndose en mi opinión en el más original, por curioso y por inútil: el agujero de las aceitunas desprovistas de corazón, también llamado hueso.

Lo primero que me viene a la cabeza cuando las veo es por qué, cuándo y quién tuvo la feliz idea de vaciarlas. Me imagino uno de esos incansables inventores chinos que viven por y para hacernos creer que algo inservible es y será siempre desde su salida al mercado, un objeto completamente imprescindible. Luego pienso en que alguien con mucho dinero y una madre con problemas dentales patentó las olivas huecas por amor filial y como estrategia mercantil, matando así dos pájaros de un tiro.

Cuando ya he despejado –o eso creo– la incógnita anterior, me hago la pregunta más difícil (todavía), que aún ahora que escribo estas líneas permanece sin respuesta: ¿cómo diablos lo hacen? ¿Son máquinas las que toman con delicados ganchos una a una todas las aceitunas de un cesto y las van depositando cuidadosamente, tras extraer el hueso, en envases de plástico, botes de cristal o latas abre fácil? ¿O es acaso que en lugar de desprenderse de las ramas de los olivos salen vacías de los gigantescos maceteros dispuestos en filas según sean verdes o negras?

Para rizar el rizo, en las repisas de los supermercados nunca faltan las rellenas, gran hallazgo a mi juicio y aún más difícil de comprender si cabe. Las anchoas se llevan el oro por una cuestión de antigüedad. De cerca le siguen el pimiento rojo, el del piquillo, el pimentón (pi pi pi), el pepinillo, la guindilla, y poco a poco va haciéndose hueco el queso. No tengo palabras. Retorna presta a mi mente la duda iniciática, de qué cabeza salen semejantes ideas, pues está claro que el porqué ya está claro: hoy día rellenar está de moda.

miércoles, marzo 23, 2005

Aceitunas sin hueso de Iurdana

Que por qué las aceitunas sin hueso. Pues porque eh eh… porque nunca me gustó la fruta que hay que pelar. Sé que parece que no tiene nada que ver una cosa con la otra, pero verás que sí, déjame que te explique: cuando era niño mi madre solía llevarme tarde al cole y no te imaginas la vergüenza que me hacia pasar cuando llamaba a la puerta y me empujaba con la bolsita del tentempié del recreo.

Para colmo mientras iba a mi pupitre sin mirar para atrás, rezando porque mi madre no dijera mi nombre y me encasquetara tan preciado marrón, muy bien envuelto por supuesto, oía como gritaba sorprendida que no me olvidara la bolsita… “que tienes que alimentarte para crecer y aplicarte bien en los estudios”. Menuda güasa se trajeron conmigo toda la primaria. ¡Hasta que pude librarme del mote “naranjito sin hueso”! Porque lo que mi madre metía en la bolsa era una naranja peladísima y un mini-taperware con aceitunas, debidamente deshuesadas y cortaditas en trozos acordes a mi tamaño.


Aún hoy no logro entender cómo mi madre se complicaba tanto la vida preparándomelo, pelando cuidadosamente la fruta y quitándole el hueso a las aceitunas para partirlas a continuación. Ella tampoco entendió nunca que yo me desesperara mirando el reloj, con mochila a la espalda y pensando en la retaila de insultos y risitas que me esperaban en el recreo.

Cuando enfermó y la tuvimos que llevar al Hospital estuve por confesarle el porqué de mi nerviosismo y de mi posterior resentimiento hacia ella, que poco a poco me alejó hasta convertirse en un silencio de kilómetros.

No me atreví. Te puedes creer que sólo pude cogerla de la mano y llorar como un niño, como aquel que sufrió su especial cuidado, su que hacer perfecto. Creo que esa noche le lloré todo lo que guardaba para ella. Me miró y sentí que por fin nos entendíamos. De repente le agradecí en silencio todas aquellas atenciones. Y murió.

Ahora no soporto las naranjas, y supongo que por familiaridad, ninguna fruta que se tenga que pelar, como tampoco aguanto las aceitunas deshuesadas…

Las aceitunas son con hueso, las frutas con su piel y los jardines, los que merecen contemplación, con flores… ¿O no? Pues eso.

martes, marzo 22, 2005

La prueba de la aceituna de Borja

Maripi es, sin lugar a dudas, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar. Exceptuando el estilo indirecto y en consecuencia el tiempo verbal, éstas son las palabras textuales tal cual las dice la psicóloga del centro a la madre de Maripi, una vez que se ha sentado al borde de la silla como preparándose para echar a correr.

Mucho decir, continúa la psicóloga, pues su hija está en preescolar, y como bien sabe en este colegio los niños permanecen hasta que ya no son tan niños, ¿me entiende? Sin embargo puedo reiterar sin miedo a equivocarme que Maripi es, con mucho, la niña más imaginativa del Nuestra Señora del Pilar.

Se lo debe al padre, ha replicado ella, tan segura de lo que acaba de decir como de que el cielo es azul en los días soleados (si hay tormenta todo cambia, piensa, y por eso las verdades son tan relativas). En efecto, él ha introducido a Maripi en Terria, un mundo paralelo del que a veces se la excluye con toda su razón y sus prejuicios, lastres, según ha aprendido a decir Maripi como un pequeño loro rubio, demasiado pesados para el descenso a esos lugares secretos. Terria es el juego, el mundo donde Maripi y papá se refugian cuando los forasteros ponen caras de extrañeza, y siempre las ponen, pues Terria es magia y la magia si algo hace es extrañar.

Para volver a lo prosaico, como la imaginación y la psicología, nos valdremos de hechos que ilustran mejor el acogedor paraíso. En Terria, por ejemplo, Maripi guarda una chispa verde de fuego artificial que su padre ha capturado en la verbena del pueblo. La mantienen a todas horas cerca de una vela, pues afirman que sin esos fuegos trémulos las chispas mueren lentamente de melancolía. A veces la oyen chisporrotear, como cuando el maíz empieza a florecer en palomitas (las flores del maíz, otro invento de Terria), y dicen entonces que su chispa está contenta.

En Terria Maripi planta hilos en las macetas. Después los riega con esmero, los saca de vez en cuando a la ventana cuidando que el sol no caiga a plomo sobre ellos (resultaría nocivo), y les dice al oído palabras dulces, en ocasiones tarareos. Sin saber cómo, el hilo va creciendo, imperceptiblemente al principio, al final con toda claridad. Detrás del hilo, bien atado, empieza a asomar siempre un objeto: una pequeña caja de música, un estuche de rotuladores, una piedra con motas verdes. El padre explica a Maripi, al anochecer y entre las sábanas, que es así como nacen todas las cosas bonitas. La madre sospecha que es él quien prepara de madrugada los engaños, pero nunca le ha visto levantarse de la cama por más que pasa sobre él el brazo antes de dormirse.

En Terria, del mismo modo, hay dos tipos de seres vivos: los móviles y los inmóviles. Si se quiere descubrir a qué categoría pertenece un cuerpo dado, basta aplicar la sencilla “prueba de la aceituna”. Esto lo explica el padre y Maripi atiende con los ojos muy abiertos, a veces estornuda. Algún día, Maripi, te dirán que las piedras no están vivas, y tú deberás decir que sí con la cabeza porque ellos no conocen nuestros secretos. La vida nos rodea, hija, esta mesa está viva, por mucho que los maestrillos confundan vida con movimiento. En estos casos, ¿qué tenemos? La prueba de la aceituna, papá, dice Maripi. Receta: toma un palillo y pincha una aceituna. Si ésta tiene hueso, es decir, pertenece a la vida móvil, tratará de escapar del plato. Las aceitunas sin hueso, en cambio, pueden ser incluidas en el otro grupo, pues se prestan más dócilmente al pinchazo del palillo. Nunca pienses que no les duele porque no puedan huir como sus hermanas. En consecuencia, nunca comas aceitunas sin hueso. Maripi, chica inapropiadamente lista a sus cinco años, ha aprendido a extender esta prueba al resto de los objetos.

Maripi ha entrado temprano a casa de jugar en el jardín. Su madre está muy preocupada por ella: no ha hecho ningún comentario extraño desde la visita al hospital en el que duerme, quizá para siempre, su padre. Los coches también derrapan en Terria. La ve sonreír y se pregunta qué pasa en cada momento por su cabeza. La ve mirar con sus ojos enormes, como una lechuza rubia, igual que la vio mirar desde una rendija de la puerta mientras el médico hablaba con ella. Cuántas palabras habrá escuchado, se pregunta, quizá “coma” y “nunca” tan cerca de “despertar” o de esa otra tan tajantemente fría: “irreversible”. Quizás incluso “muerte”, si estuvo ahí lo suficiente, observando desde el principio. Después se había vuelto al lado de su padre, sentada en un taburete con las manos reposando sobre las sábanas. Apenas si quedaba al descubierto un pedazo de él entre los tubos, las vendas y los cables.

Chica fuerte, no lloró en ningún momento.

Hoy su madre está preocupada. Maripi ha vuelto, ha cerrado la puerta despacio, como siempre, y ya oye sus pasos de pájaro por el pasillo. Maripi, vamos a ver a papá, que seguro que nos echará de menos. Será la segunda visita, la madre no sabe lo que puede ocurrir. Maripi asiente, se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. Su madre se pregunta qué pasará por su cabeza mientras descuelga del perchero del recibidor un par de abrigos.

En la cocina, Maripi se pone de puntillas y estira los deditos. Al salir por la puerta lleva en su bolsillo, apretados con tanta fuerza que ha roto más de uno, un buen puñado de palillos.

lunes, marzo 21, 2005

Aceitunas sin hueso de Javi

Las aceitunas sin hueso se me están convirtiendo en una obsesión. En la taberna, Magallanes, siempre me las pone de tapa.

- Magallanes, ponnos dos riojas de la botella que guardas para don Melquíades y que a los demás nos escatimas hasta cuando te lo pedimos, ese gran reserva del setenta y tantos que dice él. No me mires así, que sabes que digo la verdad. Además hoy tengo cuartos de sobra que me han «pagao» una terminación de decenas en la suerte de los ciegos. Casi cincuenta euros.

Él te los sirve; eso sí, te mira como si le hubieras insultado y luego alarga la mano con el platito al tarro de aceitunas y te lo llena. Lo empuja entre las dos copas y se aleja para seguir leyendo su periódico en el otro extremo de la barra, allí donde la luz artificial es más blanca.

- Coño, Magallanes, te podías haber «estirao» que a estos vinos viejos les pegan más unos taquitos de queso o una buena tapa de jamón bien «cortao». Magallanes, nos tienes hasta los huevos con las aceitunas sin hueso.

Te mira como si estuviera cansado del juego y parece que va arrancarse a decir «vete a la mierda Matías» pero no lo hace. Si le aprietas algo más se descuelga con un simple «otro día será» y vuelve la vista a su periódico. Creo que lee las noticias de sociedad, al menos los informes estadísticos, aunque sean sobre los asuntos más peregrinos, y luego se pasa todo el día recordándonos datos:

- Ayer leí en el periódico que el 90% de los que fuman tabaco rubio han cometido al menos una infracción de tráfico en los cinco últimos años.

- Vale, Magallanes, que ya te sigo, que te estás volviendo como mi mujer. ¿A ti qué coño te importa si fumo o dejo de fumar?

Son muchas horas las que paso en la taberna con una copa de vino y un platito de aceitunas para que no me apetezca fumarme un cigarro de vez en cuando. Además, luego viene lo peor: subir a casa con mi señora. Y subo, y me la encuentro en la cocina, con el mandil de cuadros azules y con las manos metidas en harina, o en carne picada, o qué se yo en qué.

- Ya estoy en casa Mercedes.

- ¿Qué tal el día?

- Nada, ni un céntimo he «vendío». Que el negocio está cada día peor.

- ¿Te pongo un vinito mientras termino de hacer la cena?

No digo nada. Y me pone un vinito blanco de su tierra con unas aceitunas sin hueso. Y la tenemos, que lo sabe de sobra, que es la misma tapa de la taberna y que se lo tengo dicho mil veces.

- A ver, Mercedes. ¿Cuántas veces hemos «hablao» tú y yo de que las aceitunas, sobre todo las que son sin hueso, me estriñen? Es que no te entiendo, la verdad. Parece que lo que te digo te entra por un oído y te sale por el otro.

- Lo siento cariño, pero el médico me ha dicho que eso no puede ser y además me dice que son muy buenas para el colesterol. ¡Y no me digas que no lo necesitas, que cada día estás mas redondo! Si hasta tu hijo, cuando pregunta por ti, no dice «dónde está papá» sino que me pregunta con ironía «y la pelota, ¿no ha venido todavía?».

- No me digas que lo sientes, que sé de sobra que lo haces a propósito. Uno se mata todo el día a trabajar para que luego al llegar a casa lo único que le den sea unplato de aceitunas sin hueso. Que no, Mercedes, que no, que esta no es forma de tratarme. Estoy muy «delicao» y ni una alegría me das. ¿No podías partir un poco de jamón?

- Eso, el jamón lo tienes prohibidísimo, o ¿ya no te acuerdas que haces régimen sin sal? Se te olvidó el infarto del año pasado, ¿a que sí? Claro, cómo tú lo único que hiciste fue estar en la cama. ¿Y yo, los paseitos diarios al hospital, el cuidarte a todas horas, las noches mal durmiendo en el sofá?, ¿no piensas en mí? ¿Y aguantar a tu hermana, que tiene la misma horchata que tú por sangre?

- Perdona, Mercedes, tienes razón. Además, estas aceitunas están muy ricas. Es que ya sabes, la fatiga del trabajo, que me altera y lo pago contigo.

Y le doy un beso; ella se hace la remolona, pero al final se le pasa y tenemos una cena tranquila.

martes, marzo 15, 2005

Malentendido de Mireya

La carta llegaría el martes. Era demasiado arriesgado hablarlo por teléfono. Ahora tenía que desaparecer de la casa de campo sin que nadie le viera y mantenerse ocupado el fin de semana procurando no llamar la atención. Dormiría en el hotel más próximo a la estación del Este y el martes al despertar iría a buscar la misiva y se limitaría a seguir sus instrucciones. –No des un paso en falso –le dijo Alonso en el muelle antes de embarcar – o nos comerán vivos.

Santos paseó por la ciudad inundada de turistas escondido bajo el sombrero de ala ancha y refugiándose de las miradas ajenas levantando levemente el cuello de su gabardina. No habló con nadie salvo para comprar la entrada del cine. A oscuras no le reconocerían. La película le recordó a una que había visto con su padre cuando era niño; la misma trama, la secuencia de la persecución calcada y los ojos profundos del protagonista que juega a ser malo. Pero su padre no estaba y él ya no era él. Algo en su pasado que no quería recordar había cambiado el rumbo de su vida y en el giro de 180 grados había perdido a su familia, a sus amigos y a sí mismo. Estaba flotando en el mundo como una gota de aceite en un vaso de agua. Ya sólo le quedaba la fe en un golpe de suerte que le daría la libertad para empezar otra vez de cero.

Al salir tenía hambre. Se acercó a un puesto de perritos calientes y pidió uno doble con mostaza y un refresco. Volvió a pie al hotel, pidió su llave evitando mirar directamente al recepcionista y subió a su habitación. Alonso había vuelto a elegir la 213. Le resultó extraño que el balcón diera a la calle y que hubiera dos camas en lugar de una, pero no le dio mucha importancia. Alonso era el que daba las órdenes y él quien las acataba. Después de todo, no estaba en condiciones de elegir. Le salvó la vida y se lo debía, pero ya quedaba poco para salir de la jaula y volar lejos de allí para siempre. Esa noche, Santos soñó con pájaros y cielos abiertos.

El domingo lo pasó en el hotel. Puso un cartel de no molestar y no comió más que tres o cuatro chocolatinas del minibar. Estuvo un rato intentando encontrar algo entretenido en televisión pero acabó apagándola y abriendo el libro de Agatha Christie por la página 87. Esa noche no soñó nada.

Al día siguiente se despertó temprano. La luz entraba en la habitación a través de los visillos, y pese a tenerlo terminantemente prohibido, salió al balcón y se fumó un cigarrillo mientras observaba atento las vidas que pasaban ante sus ojos invisibles. Al fin y al cabo, era su último día de trabajo. ¿Por qué tenía que esperar al siguiente para dejar de ocultarse? Deambuló por las calles vacías de lunes con el sol pegado a su espalda y decidió no pensar en el peligro de ser descubierto, pero la cajetilla de tabaco se fue vaciando hasta llenar su cuerpo de humo. Encontró en su camino un parque y tras recorrerlo se sentó en un banco hasta oír las campanas de una iglesia cercana a las ocho de la tarde. Antes de que el sol se perdiera en el horizonte, paró en un supermercado a comprar algo de cenar y regresó al hotel. Metió sus cosas en la mochila, cargó la pistola y la ocultó entre las ropas. Puso el despertador a las nueve, se quitó los zapatos y se echó en la cama vestido. Su descanso fue interrumpido varias veces con pesadillas. En una de ellas, su padre le llamaba desde un lugar desconocido. Primero la voz, luego las manos, y poco a poco lograba ver su cara y una voz que no era la suya pidiéndole que le acompañara, que no necesitaba equipaje, que se diera prisa. Sobresaltado y envuelto en sudores fríos se levantó al baño, se lavó la cara y se miró en el espejo. Creyó ver una nueva arruga cruzándole la frente.

Al sonar la alarma aún estaba despierto. Se calzó y bajó a recepción a preguntar por su correo. No había nada para él. Esperó una hora, dos, tres, y sintió cómo un millón de canas le aclaraban el cabello. A las 3 de la tarde le dijeron que ya no llegaría nada hasta el día siguiente. Le sudaban las manos. Pensó en todos los posibles errores, se hizo todas las preguntas del mundo pero no logró encontrar una respuesta. Al rato vio con asombro la cara de Alonso en la primera página del periódico. Su carta había llegado al hotel más próximo a la estación del Oeste y alguien estaba allí para recogerla, librándole así del deber de empuñar el arma, de la necesidad de huir y de devolverle el favor a un hombre que le salvó de la muerte.

Malentendido de Leticia

No recordaba de modo claro cómo sucedió todo. Lo último que mi mente alcanzaba a vislumbrar entre sus recónditos rincones era la voz de Ester preguntándome si la oía. Aparte de esas palabras, el resto se me tornaba difuso. El reloj, el coche, el taxi, los dos hombres de negro… no lograba enlazar sus presencias en mi vida aquella tarde.

Me incorporé con dificultad de aquella cama. Aún dudaba si era la mía. Todo estaba oscuro. Miré a la mesilla buscando el despertador que tanto me gustaba y que siempre, cuando me despertaba a medianoche, me decía la hora que era con sus números rojos que se veían en la oscuridad. No, ahí no había nada que brillase. No estaba en casa, no estaba en territorio conocido. En mi cabeza seguían sucediéndose de modo borroso imágenes inconexas entre sí. Volví a ver a Ester, esta vez sin oír su voz. Solo la veía a mi lado en un sillón amplio y cómodo. O esa era mi sensación, si es que las tenía, pues empezaba a dudar de casi todo.

A tientas busqué algún interruptor que me ayudase a aclarar el misterio en el que, desde hacía quince minutos, se había convertido mi presente, y mi pasado, sobre todo el inmediato. Toqué muebles, alcancé una pared, y tanteando encontré el deseado botón, y tras pulsarlo, la habitación se iluminó aunque tímidamente. Era amplia, sin ventanas, sin más muebles que la cama en la que hacía un momento me encontraba, una cómoda que ya conocía por el tacto, y una silla junto a ella que se me antojaba desubicada, como yo. Nada me era familiar.

Me senté en la cama haciendo el máximo esfuerzo por recordar algo que me aclarase alguno de los infinitos porqués que me rondaban. Los hombres vestidos de negro volvían en turbias imágenes, otra vez un coche, de nuevo un taxi… y Ester, mi bella y amada Ester. ¿Dónde estaría ahora?

¡El móvil! ¡Recordé que tenía el teléfono en el bolsillo del abrigo! Mi abrigo…volví a mirar a mi alrededor y lo vi en el suelo junto a la silla. ¡Menos mal! Miré en el bolsillo y allí estaba…por fin, estaba salvado, aunque exactamente no supiera de qué. Lo encendí, pulsé las teclas de mi número secreto, y respiré hondo: al fin todo empezaba a tener mejor aspecto.

Busqué el teléfono de Ester en la agenda, y la llamé. Su voz me sonó amiga, cálida, deseada, al responderme “Sí, hola Fernando, ¿qué pasa? ¿qué tal estás?” Sorprendido por sus palabras indiferentes, la hablé de mi confusión, de mi desorientación, de todos y cada uno de los vacíos e interrogantes de mi mente.

Ella me dejó hablar, sin apenas pronunciar sílaba al respecto. Cuando notó que poco más tenía que decirle, y escuchó mi silencio al otro lado, comenzó a contarme una historia que tenía como protagonistas a mi tío Enrique y a mi padre, el día del funeral de mi abuelo. Me dijo que fue ayer, que todo había sucedido ayer, y que yo me desmayé en la iglesia cuando el sacerdote se confundió, y por un malentendido, dijo mi nombre y mis apellidos en lugar de los de mi difunto abuelo. Al parecer caí sobre el banco donde estaba. Mi tío y mi padre salieron fuera y llamaron a un taxi que vino a buscarme y me llevo a su casa, a casa de Ester. Ella se reía al contármelo, y al parecer no era la única, pues el malentendido convirtió el funeral en divertido. A mi pesar. Solté una carcajada. Era o único que me calmaría la angustia que aún me recorría. No sabía si seguir riendo o excusarme ante ella como si hubiera sido otro malentendido más…

«Malentendido» de Javi

«Malentendido» no vestirá nunca el cinturón de campeón del mundo del peso medio. Recuerdo cuando llegó al gimnasio, apenas alcanzaba el metro y medio, con unos gastados guantes de color rojo, tal vez heredados de su padre, y una mirada dura, como si supiera que morder era su único camino.

- Vengo a boxear –me dijo-, si es que te interesa tener un campeón contigo. Me envía Martín Moreno.

- Mercader, deja el saco y sube al ring a hacer unos guantes con el niño. Dice que vale mucho, así que bájale los humos. Si tienes que partirle la cara se la partes y listo. Nada de contemplaciones.

En unos minutos comprendí que Mercader, con veinte quilos más, apenas si le iba a rozar. «Malentendido» esquivó cada uno de los golpes y lanzó media docena de derechazos al estómago del púgil que resultaron suficientes para que Mercader se dejara caer exhausto a la lona.

- ¿Cómo te llamas?

- Manuel Manrique, como mi padre.

- Vale, pues te quedas. Y tú, Mercader, vete a casa que por hoy ya has hecho el ridículo más de lo aconsejable.

El chico presentaba habilidades innatas entre las que se contaba la agilidad y la potencia; pero golpeaba con el corazón, así que sobre todo necesitaba aprender a pegar con la cabeza. Lo hizo en poco tiempo y a los seis meses, cuando cumplió los quince estaba listo para su primer combate amateur. No lo alargó, con dos asaltos bastó: le rompió la nariz en el primero y en le segundo un violento golpe, de nuevo en la cara, le dio su primera victoria por k.o.

En las fechas que siguieron, se sucedieron las peleas con los mismos resultados. Siempre ganaba en pocos asaltos, con pocos golpes y con su contrincante sobre la lona. Consiguió convertirse en una leyenda en un par de años y debutó como boxeador profesional.


Lo que vino luego fue un camino de rosas, si se puede hablar así en esta profesión, hasta que se enamoró de mi hija. Supongo que fueron las veces que esta se pasaba por el gimnasio, las comidas en mi casa los fines de semana... Yo que sé. Enseguida vi sus miradas cruzándose y que su rendimiento bajaba: se pasaba el día distraído y cuando golpeaba no lo hacía con ninguna entrega. Su estrella declinaba. A pesar de ser su entrenador, desconocía de dónde había obtenido el coraje del que había hecho gala hasta entonces. Si quería que volviese a brillar me encontraba en la obligación de ahondar en su secreto. «Malentendido», huérfano de padre, fue enviado de por su madre a la ciudad cuando ésta ya no podía mantenerlo. La tía Margott lo acogió en su casa. La soltera Margott tuvo un pasado de cabaretera que conocía todo el barrio y que motivaba que la rehuyeran los hombres. Las malas lenguas insinuaban que no eran familia, contaban que ella lo encontró una noche de mucho frío por la calle, que él estaba tan desvalido que se le despertó el instinto maternal y se lo llevó, unos decían que a su casa y otros que a su cama. Algo de maternal tenía, es cierto, pero también lo es que ella llevaba por apellido Manrique, así que yo no me creí nunca los chismes que contaron sobre ellos. A los pocos días de llegar a la capital apareció por el gimnasio tal como he contado y su vida se convirtió exclusivamente en el boxeo. A partir de este punto yo conocía perfectamente el resto de la historia. Pocas pistas había encontrado hasta el momento, así que comencé buscando la historia de su padre, aquel Manuel Manrique, como el hijo. No tardé en averiguar que se trataba de un soldado republicano, aficionado al boxeo, que al acabar la guerra se quedó con el «maquis» por las montañas unos años y luego acabó como un «topo» enterrado bajo el pajar de su casa. Me imagino al padre escondido en el agujero del pajar y al niño preguntando dónde estará el padre. Puedo reconstruir los abusos que durante aquella época sufrió su madre en el cuartelillo y en la casa. Puedo contar cada uno de los golpes que recibió como premio a su silencio. Puedo ver como a través de una puerta entreabierta Manuel hijo contempla con odio como humillan a su madre una de tantas veces. Puedo escucharle clamar para sus adentros la venganza, mientras cada gota de su sangre se llena de un odio extremo. Tres años pasaron así hasta, que un día la guardia civil encontró el agujero en la que se escondía el padre. Puedo contemplar con horror como le sacan apuntándole con sus escopetas, encañonándole mientras le amenazan de muerte. «Malentendido» corre a abrazar a su padre, al que apenas si puede reconocer y uno de los guardias golpea al niño con la culata de su arma. La sangre mancha toda su cara, el padre intenta estirar el brazo para tocar a su hijo y un golpe del otro guardia le dobla impidiéndoselo. Se rehace y otro golpe más le insinúa hasta dónde pueden seguir con el juego. De su boca sale un sonido difícil de entender, el padre ha perdido la facultad de hablar de no usarla. El niño entiende que le dice «pelea, pelea siempre». Días después, en el escondite del pajar, encuentra los guantes de boxeo de su padre y una foto en la que puede vérsele sobre el ring, a la izquierda del árbitro mientras este le levanta su brazo en señal de vencedor. Esa era su rabia contenida de la que se había ido deshaciendo en cada una de las peleas y que yo me veía incapaz de volver a inocularle. Le hablé de su padre como última oportunidad, le dije que debía volver a encauzar ese sufrimiento y que con los guantes enfundados era el mejor.

- Te dolerá menos, Manuel.

Mirándome con indiferencia me respondió:

- A mi padre lo fusilaron en presencia de todo el pueblo, frente a la tapia del convento, y luego se llevaron su cuerpo para que no pudiéramos enterrarle. Mi madre y yo cerramos el hoyo con la tierra que traíamos a diario en nuestros puños desde donde cayó muerto. Aunque la cavidad era pequeña, apenas si cabía un hombre tumbado, tardamos mucho tiempo en rellenarla. Al final clavamos una horca en su lugar para que siempre estuviera de pie, con sus raíces en aquel agujero. Nada más, no pudimos hacer nada más. Continuar la vida, si te dejaban, eso era todo. El hambre me trajo aquí, pero ya la tengo saciada y la sangre de los demás no me ha ayudado como yo pensaba.

- Pelea, pelea siempre –dije en el último intento por motivarle-.

- No, para mí ya no tiene sentido. He asumido mi pasado inquebrantable y he encontrado en tu hija la paz que busco para el futuro. Tengo nuevas ideas en la cabeza, quiero empezar a construirme una nueva vida y sólo necesito algo de dinero. No serán muchas las peleas que me lo proporcionen. Después se terminó.


Se casaron una semana después de aquella conversación y en su noche de bodas le prometió colgar los guantes. Cuando ella le anunció el embarazo ya era otro, el hombre nuevo que me había anunciado. Salió corriendo en mi busca:

- Prepárame el último combate, el del título mundial.

La mala suerte se precipitó con aquella pela. El campeón mantenía intacta su desesperación y «Malentendido» sólo era una sombra de lo que había sido. Recibió demasiados golpes, tantos que le dejaron «sonao». A partir de aquel día cuando le hablabas podías percibir que apenas si podía mantenerte la atención, luego miraba para otro lado, a pensar en sus cosas, y no te respondía.

- ¿Me has entendido, Manuel?

- Mal entiendo lo que me dices, mal, muy mal. Escucho que me hablas, pero a la cabeza no le llega casi nada. Palabras sueltas.

Repitió tantas veces su frase que de se le quedó como mote.
Cuando nació su hija no podía sostenerla, nadie en su sano juicio le dejaría un bebé entre sus manos. Por si fuera poco mi accidente de coche me dejó postrado en esta silla de ruedas. Regresó el hambre y el fantasma de «Malentendido» subió de nuevo al cuadrilátero. Me volvió a tocar pensar en el combate de mañana una y otra vez. Hubo victorias y derrotas, años buenos y malos, pero nunca más volvieron a llamarnos para pelear por un título.


Desde mi habitación escucho a su hija preguntar a la mía:

- Mamá, cuéntame otra vez cómo ganó papá el título mundial del peso medio.

- Hace mucho tiempo, en un país lejano...

¿Seré yo? de Iurdana

“¿Pero porqué coño me siento si no me he enterado de nada? Y no será porque no me lo ha repetido veces el hombre. Ahora pensará que ya lo sé todo y me veré obligado a entregarle estos papeles rellenos sin equivocarme… ¡será cabrón! Y parece un buen tipo pero es tan difícil de entender que le coges asco. Yo por lo menos. Y su compañero de mesa parece que también porque a la mínima aprovecha para mirarle mal. Claro como este hombre no hace bien su trabajo, se lo tendrá que comer todo él. Si soy sincero sólo me acuerdo de mi hilera de perdones tras sus siete repeticiones de rollo bancario.
¿Seré yo que soy tonto? ¿o él que no sabe explicarse? Porque normalmente entiendo lo que se me dice y si fuera tonto digo yo que no me enteraría de nada ni aunque me lo repitieran mil veces. Pero claro decir que él no sabe explicarse… esta mujer de al lado rubia, por ejemplo, parece que se ha enterado y el viejecito de enfrente también y sus edades corroboran que éste, como mínimo, se explica. ¡Va! Quizá sea hoy, que me he levantado tarde y rápido, sin desayunar. Tanto estrés por la mañana no le debe sentar bien a mi estómago y por eso mi cerebro no rige con tanta claridad. Además está lloviendo y hace mucho frío y estas malditas sucursales no están acondicionadas para los cambios climáticos que se avecinan… y mañana examen de Lengua y yo aquí… pfff, sin entender nada y sin haber estudiado.
…si por lo menos me enterara de algo en clase…
¡Joder que a lo mejor sí soy yo el que tiene el problema! Bueno problema, para algunas cosas porque estoy con Marina gracias a un malentendido, y a día de hoy ya estamos rellenando los papeles para el crédito del piso. Aunque eso de rellenando es un decir, porque ni siquiera los he leído para ver qué tengo que hacer…
A ver… poder adquisitivo ¿A qué se refiere? Porque si yo tuviera de ese poder desde luego no estaría aquí pidiendo un crédito… y no he traído todos los papeles que me piden ¿Fotocopia u original? Digo yo que ambos dos ¿no?
¡Joder Chema pareces tonto! Si al final el tipo se va a explicar como un libro abierto y tú a tus treinta y tres años vas a descubrir el porqué de tu fracaso escolar.
Como no he aprendido a usar el lenguaje, me falla la base del entendimiento y lo malinterpreto todo. ¡Eso es!
Debería irme a estudiar a casa a ver si me saco el graduado ya y así enterarme de una vez qué es lo que la gente me quiere decir.

Malentenderse de Borja

Aburrido de la tosecilla que el motor emitía como única respuesta a sus esfuerzos, Ernest se bajó del coche y supo al momento que se habían perdido. Caminó pesadamente hasta el borde de la carretera y se dejó caer allí, resoplando, sobre el pasto amarillento que tapizaba la llanura como el vello de un animal durmiente. Liz, mientras, se entretenía arrancando con las uñas las bolitas de la tapicería del vetusto automóvil, recostada cómodamente en el asiento de atrás. Ninguno de los dos había visto otro vehículo desde que a primeras horas de la mañana las luces de un camión les deslumbraran de pura falta de costumbre. Llevaban toda la noche viajando a través de lo que parecía una silenciosa llanura estigia con su inabarcable oscuridad y sus presagios. La carretera, a cada momento menos transitable, y los postes de teléfono eran el único testimonio de la mano del hombre en muchas millas a la redonda.

Ernest recordaba la cena austera de la noche anterior con la percepción inquietante y parcial que se tiene de los sueños. Habían preguntado a una lugareña por Camahualpa, y ésta, en vez de responder, había condicionado la indicación a una humilde sobremesa. En la sopa había una mosca debatiéndose boca arriba. Liz dijo: “qué belleza, me recuerda al negativo de una estrella”. Y después, apartando la vista: “¿crees que llegaremos a tiempo para reunirnos con mi marido?” Ernest se dijo que no interpretaría el tono de excesiva seriedad que la mujer había usado, sabiendo que el mismo pensamiento era ya una interpretación, quizá de las peores. “Llegaremos”, le dijo, “Camahualpa no debe estar lejos. Sabes que no te he fallado nunca y no dejaré que ésta sea la primera vez”. De nuevo Ernest creyó ver endurecerse la mirada de Liz y después algo así como una fisura, la forma previa a la lágrima que tiene la luz al colarse por las rendijas de las puertas.

Lo que siguió tuvo que ser un malentendido. Ernest era consciente de sus propias limitaciones con el castellano, pero habría jurado que la hospitalaria mujer entendía las palabras que él había aventurado, bien acompañadas, por si fuera poco, del lenguaje universal de los signos. La mujer había pronunciado Camahualpa varias veces señalando a un punto de la habitación, quizás a un horizonte que se extendía más allá de la pared. Camahualpa, pensó Ernest, o al menos algo muy parecido. Ha tenido que ser un malentendido, se repitió, una maldita palabra, ya ves, y ahora estamos en medio de ninguna parte, sin una gota de gasolina, esperando uno de esos milagros que nunca ocurren.

En cualquier momento Liz saldría del coche y seguiría hablando del capricho de su marido de citarla en Camahualpa tal y como llevaba haciendo todo el viaje. Le volvería a contar la historia con los ojos muy abiertos y perdidos, mordiéndose las uñas y después los dedos, y cada vez que dijera “mi marido” añadiría lo de “bueno, todavía no, solamente prometido, pero vamos a casarnos, nos casaremos allí, en Camahualpa”. Y tras la palabra llegaría la sombra, desplegada entre ellos como una vela o un sudario, y esquivarían sus miradas durante minutos, un tanto confusos por ser la sombra otra interpretación tácita del silencio y de las bodas. Porque te vas casar, Liz, había pensado Ernest. Y luego: os deseo la felicidad eterna, la compenetración, el amor bla bla blá. Lo sé, Ernest, la felicidad allá en Camahualpa, como una palabra extraña en otro idioma, donde espera mi marido, bueno, todavía no, solamente prometido, pero... Quizá mañana, Ernest, mañana en Camahualpa.

Al final Liz no llegó a salir del coche porque fue Ernest quien entró de nuevo. Se miraron en silencio en las pupilas, negativos de las lunas, diría Liz después, al recordarlo. Ríen al pensar que emplearon sabiamente sus horas perdidos en encontrarse. Esta vez, por fortuna, no cometieron errores, ya que hay fronteras en el cuerpo que no admiten malentendidos.